Revista Deportes

Resacas

Por Antoniodiaz

Resacas

Aficionado venteño, de resaca.


Dicen, supongo que aquellos que se hacen fotos en La Feria de la Cerveza y se evaden a otros mundos con el kalimotxo, que la peor de las resacas es la del whisky. Pues yo, Antonio Díaz, natural de Granada, mayor de edad, ateo, soltero, autónomo, aficionado práctico, entendido más bien, tanto como para editar un Cossío, del agua de vida, puedo afirmar, jurando con la mano derecha dormida sobre la Biblia, que la resaca más traicionera, la que peor cuerpo deja, es la de una buena tarde de Toros. 


Toda borrachera, toda Fiesta, tiene un despertar, a veces no pasa de amargo, de la condena a pasar un rato malo por el delito cometido en la víspera de pasar un rato bueno. En otras ocasiones, la resaca adquiere tintes metafísicos, hechuras de misterio astronómico. Abres los ojos y no renoconoces nada, no tienes conciencia de tu ser, ni tu GPS biológico reconoce las coordenadas del lugar donde te hallas: la pintura del techo blanca, demasiado blanca para ser sólo blanca; la cama, que parece un nido de chinches encaste comercial: muchos, pero inofensivos y mansos; las cortinas, con el escudo y los colores del Betis, o lo que queda de él; un cuadro de Curro con un ramillete de romero en la mano, es custidiado por dos fotos enmarcadas, con autógrafo incluido: a la derecha del padre del currismo todopoderoso, Gordillo; a la izquierda, Cardeñosa; la horrorosa visión del lugar al que te ha transportado la juerga la cierra un póster, una lámina, una litografía epicúrea en un Din A-4 de los chinos, con la inscripción de la cita célebre más bella que se ha escrito desde que Guttenberg inventó la imprenta: ¡Viva el Betis man'que pierda! Para más inri, tu novia, morena cordobesa de los pies a la cabeza, con dos ojos grandes y negros como la Fosa de las Marianas, se ha transformado en una rubia de bote con un mechón a lo Antoñete, pero en verde, y media tonelada de bisutería caló colgada del pescuezo. Ayer nada era lo que parecía.


Pues algo así, nos pasó ayer a todos los que vemos toros. Los taquilleros, que el sábado nos vendieron, como los mejores camellos colombianos, la mejor droga para viajar al paraíso sin movernos, hoy se nos antojan farmaceúticos reumatosos pro-vaticano que nos han vendido los condones pinchados;  los del Puerto de San Lorenzo, se asemejaban más a agujeros negros en la arena, de los que succionan la poca vida que le queda a la tauromaquia, que a esos Torrealtas colaboradores que, aunque poco, algo pusieron; los estoques volvieron a ser de mentira; el toreo, moderno -tambien de mentira-; los toreros, aclamados durante el guateque por lo maestros que habían estado, y sin toro, hoy son tres personas tristes con una lección aprendida: el uno, el bueno, el Diego, que no le valen toros de papel; el otro, el joven albaceteño, que su toreo no casa por aquí; y el que confirmaba doctorado, que Francia sólo son los primeros kilómetros de una larga ruta... Un vecino, de los del clavel, se me queja de que hasta los del siete, que ayer parecían personas, sensibles y todo, inmejorables vecinos de localidad, hoy han vuelto a ser los mismos talibanes de siempre, los lacios del pañuelito verde. Por ser, hasta la plaza es más fea, el viento y la lluvia aparece y a nosotros sólos nos queda, sin ápice de arrepentimiento, suspirar por una buena cogorza.
¿Nada es lo que parece hoy? ¿O era nada era lo que parecía ayer? 


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