Muerto aquí, vivo allá. Resurrecciones varias, muertes aparentes, idas, venidas, retornos, huidas y, en medio de todo el caos, un buen guionista haciendo grandes cómics. Bienvenidos a la historia del Soldado de Invierno.
Si hay algo que todos los fans tenemos claro, es que nada permanece muerto en el Universo Marvel. Como accionados por un resorte, todos los personajes que mueren, tarde o temprano, vuelven a la vida de una manera o de otra. Al principio y aunque esto redundaba en situaciones incómodas y en una cierta sensación de estafa por parte del lector, nosotros, aficionados abnegados al cómic de superhéroes, hemos sabido anestesiarnos ante las continuas resurrecciones y hemos pasado a valorar otras cosas, quizás para, en un ejercicio evidente de negación de la realidad, convencernos de que las cosas no están tan mal como parecen.
Ahora ya no se trata de si un personaje resucita o no. Ahora es una cuestión de cómo resucita y qué se hace con él. Y aunque parezca que somos gente exigente y con criterio dispuestos a despedazar al guionista de turno que ose no ofrecernos otra cosa que excelencia, la verdad es que después del lamentable come-back de la Tía May en una de las excusas más rocambolesca, bizarra, estúpida, estomagante y vil de la historia, perpetrado entre otros por un John Byrne en sus horas más tristes, nuestro listón está tan bajo que uno casi puede tropezar con él. Siguiendo esta premisa de retornos bien construidos casi al pie de la letra, es fácil cribar el grano de la paja y etiquetar a un buen guionista frente al Jeph Loeb de turno. Este es sin duda el caso de Ed Brubaker y su Soldado de Invierno.
Desde luego, resucitar a un personaje que llevaba no años, sino décadas muerto, era una apuesta difícil y arriesgada. Bucky Barnes, el eterno compañero difunto del Capi volvía a la vida, y esta vez no era su copia de los años cincuenta desquiciada por el Suero de Supersoldado defectuoso*. Ni siquiera era una especie de semidiós a cargo de una organización secreta de semidioses de inspiración griega surgido de la mente genial de Peter David. Era el Bucky de verdad, el que tantas veces habíamos visto sobre el misil enviado por Zemo y que “moría” heroicamente en el mismo accidente que congelaba a Steve Rogers hasta los albores de la era moderna. A pesar del citado riesgo y de las clásicas protestas de los fans que vivimos en un estado de indignación casi permanente ante los múltiples atropellos que sufren nuestros ídolos, lo que Brubaker hace es crear uno de los personajes más interesantes de la década, uno que se ha ganado por derecho propio su espacio en el Universo Marvel.
Y es que Brubaker es un guionista de una solidez inusitada, que maneja como pocos los argumentos de espionaje político y ese ambiente de Guerra Fría que tanto nos gusta a todos. Ese ambiente de KGB, de Servicios Secretos, de topos y contraespionaje. Y además, lo utiliza con inteligencia para crear una historia creíble, que se adapta como un guante a mi querida y ajada continuidad, que hace que le cojamos cariño a ese personaje que solo habíamos conocido en un flashback repetido hasta la extenuación. Además, Bucky Barnes se convierte en un personaje turbio, con un pasado confuso y manipulado, en un asesino de élite que intenta reformarse y encontrar de nuevo su camino perdido durante décadas de animación suspendida y reanimaciones puntuales para el cumplimiento de sus objetivos. Oh, sí. Y su brazo biónico. Todo el mundo ama los brazos biónicos.
Y no solo eso. Cuando tras la Guerra Civil superheroica el Capitán América es asesinado en las escaleras del juzgado, es el señor Barnes el que toma el relevo, empuña el escudo y se convierte durante una temporada nada despreciable en el titular de la colección Captain America, poniendo una medalla más en ese meticuloso plan que un buen guionista debe llevar siempre en la cabeza. Porque Brubaker tenía un plan para el viejo Bucky, y a todas luces parecía un buen plan. Un relevo más que digno, que va desgranando una historia coherente a lo largo varias decenas de números que lo conducen desde el retorno del icono, hasta la asunción de sus crímenes pasados para, en un enorme retruécano digno del propio Mefisto, acabar muriendo otra vez en uno de esos infaustos, aburridos y agotadores macroeventos de los que tanto gustan las grandes editoriales, esta vez en el inexplicable y horrendo Fear Itself.
Renacer para volver a morir para, como no podía ser de otra manera, volver a resucitar.
Sí. Otra vez.
Pero no nos fijemos tanto en los detalles. ¿Qué es una resurrección más o menos en un mundo plagado de ellas? ¿Acaso era justo matar a uno de los mejores personajes creados (o recreados) de lo últimos años? Evidentemente no, y parece que el bueno de Bru, aunque acabada ya su etapa al timón del Capitán América, todavía tenía cosas por contar de su pequeña criatura. Y así es como, más o menos, llegamos a la nueva colección del Soldado de Invierno.
Es cierto que sentía cierto cansancio y que aunque los guiones de Brubaker me parecen, y siento repetirme, de una solidez encomiable, estaba algo agotado con este proceso de resurrección eterna al que nos vienen sometiendo de manera continua. Me tome la lectura de los nuevo primeros números de esta nueva colección y que vienen incluidos en el tomo publicado por Panini este mes de enero dentro de su Colección 100% Marvel bajo el título El Invierno Más Largo más como una obligación que como un placer. Una misión que cumplir para reseñar una de las novedades editoriales destacables de este mes de enero. Algo sobre lo que esperaba pasar de manera más bien aséptica y que sin embargo me ha sorprendido de manera grata. No porque Brubaker haya dejado de ser Brubaker, sino que esperando más de lo mismo, he recibido más de lo mismo, pero mejor.
Lo sé. Lo que acabo de decir no tiene sentido alguno. Trataré de explicarme.
Lo que Brubaker ofrece en este tomo es exactamente lo que uno espera de este guionista: una trama coherente y entretenida sobre espionaje, antiguos espías soviéticos, pasados que vuelven para perseguirte y todo esto aderezado con superhéroes y acción frenética a raudales. Y sin embargo… Cuando en la historia salen gorilas mutados, El Fantasma Rojo, el Doctor Muerte, Natasha Ronamoff bailando ballet y unas cuantas sorpresas surgidas directamente de la Sala Roja, uno siente ese agradable cosquilleo de la nostalgia acariciándole la nariz. Una historia trepidante, frenética. Dos arcos argumentales que acaban con un cliffhanger antológico, de esos de verdad, de los que te dejan con la proverbial mierda en la boca, buscando páginas adicionales que aún no han sido editadas y con el culo prieto, prieto. Que ni el bigote de un grillo, oiga.
Todo esto dibujado con oficio por un Butch Guice que parece haber renacido gracias a esta colección y a este personaje y por Michael Lark, cuyos trazos se adaptan a la perfección a los guiones de Brubaker. Nada nuevo bajo el sol. Una fórmula conocida que funciona como un reloj. Nada espectacular, pero 100% efectivo. Un tomo que satisface lo que de un tiempo a esta parte suelo buscar en un cómic: diversión. Ni revoluciones, ni obras maestras, ni clásicos instantáneos. Sólo pequeñas joyas que me entretengan y que me hagan cerrar la última página del cómic con esa sonrisa mezcla de expectación y de placentera comodidad que proporcionan las cosas bien hechas. Sin fuegos artificiales ni fogonazos cegadores. Sólo efectivas lámparas de lectura instaladas en el sillón más cómodo de tu cueva.
*(Momentazo Soldado de Invierno-Jack Monroe aparte, aprovecho estas líneas para pedirle a Panini de manera solemne la reedición de Nómada, la colección editada en la década de los 90 y protagonizada por Jack Monroe, el Bucky de los años cincuenta. Serie guionizada por Fabián Nicieza y que tan gratos momentos tardo-adolescentes llenos de macarras y chaquetas de cuero me proporcionó en su momento)
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Fuente: La Isla de las Cabezas Cortadas.
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