Al condado del norte de Inglaterra conocido como Yorkshire le debemos tres grandes contribuciones históricas: la raza de terrier más adorablemente pateable del mundo canino, el músico Alex Turner y las hermanas Brontë. Como esta entrada está taggeada como cine, vamos a olvidarnos por el momento de las dos primeras y a aproximarnos a la última (hasta la fecha) adaptación a la gran pantalla de una de las novelas escritas por la autora proto-feminista Charlotte Brontë, “Jane Eyre”, que se estrena en un par de días en España.
Dirigida por el joven realizador californiano (de ascendencia sueca y nipona) Cary Joji Fukunaga, esta enésima traslación audiovisual del texto original de 1847 narra la juventud del personaje que da nombre al film, una huérfana que es desterrada por una detestable tía política al lúgubre orfanato de Lowood (inspirado en el Clergy Daughters real donde dos de las hermanas Brontë, Maria y Elizabeth, contrajeron la tuberculosis que acabaría llevándolas a la tumba). Allí, Jane recibirá una estricta educación basada en el maltrato físico y psicológico y aprenderá que la vida es, a grandes rasgos, un valle de lágrimas. Al concluir su formación académica, Jane será contratada como institutriz en la casa Thornfield, propiedad del enigmático y áspero señor Rochester.
Confieso no haber leído la novela en que se basa el film, y por lo tanto no puedo confirmar de primera mano la fidelidad al original literario, pero por lo visto y leído estoy convencido de que Fukunaga ha mostrado bastante respeto al traducir a imágenes las palabras de Charlotte Brontë. Entonces, ¿qué puede, más allá de la indudable validez argumental del relato, aportar esta nueva versión tanto al original literario como a las muchas adaptaciones anteriores?
En primer lugar, una dirección sólida y un ritmo preciso, que logra capturar la atención del espectador desde los primeros compases del film. Sin resultar excesivamente sorprendentes (la novela debió serlo, y mucho, en su día), uno sigue las tristes andanzas vitales de Jane Eyre con sumo interés, simpatizando con ella y haciendo propios sus temores, alegrías, celos y desilusiones.
Enlazando con esta empática representación en pantalla del personaje, conviene en segundo lugar señalar lo imponente del reparto actoral. Apenas cuatro nombres propios, sí, pero que ofrecen un recital interpretativo de altura. Tanto Jamie Bell (aquel danzarín “Billy Elliott” que, ya crecido, se puso en el pellejo virtual del reciente Tintín de Spielberg y Jackson) como Judi Dench (qué raro se me hace ver a esta mujer como ama de llaves y no como Reina de Inglaterra) bordan sus pequeños pero fundamentales roles secundarios en la narración, dejando que los focos de mayor intensidad se posen sobre dos protagonistas en estado de gracia.
A Mia Wasikowska la descubrí en su adolescencia en la maravillosa teleserie de la HBO “In treatment” y desde entonces la he venido siguiendo en casi cualquier proyecto en que intervenga. Posiblemente sea mi actriz juvenil preferida hoy por hoy, valoración que se ve refrendada por su compleja, cercana y emotiva encarnación de Jane Eyre. Todas las virtudes que el libreto concede al personaje (que son muchas) resultan creíbles gracias a la interpretación de Wasikowska, que da por fin rienda suelta en la gran pantalla a ese potencial dramático que quedaba tristemente disimulado por la pirotecnia digital en la “Alicia en el País de las Maravillas” de Tim Burton.
El interés romántico de Jane se beneficia por su parte de la contribución de otro de mis actores fetiche del momento actual: Michael Fassbender. Tras su paso por cintas de mayor y menor calado cinematográfico (desde los “Malditos bastardos” de Quentin Tarantino hasta el peplum de serie B “Centurión”, la viñetera y muy sobrevalorada “300” o el experimental drama carcelario “Hunger”), el alemán vive en 2011 su mejor momento profesional, participando en un mismo año en éxitos de taquilla como “X-Men: Primera Generación” (donde su Erik Lensherr consiguió hacernos olvidar al gran Ian McKellen), colaborando con realizadores de culto como David Cronenberg (en la psicoanalítica “Un método peligroso”, ya estrenada y que aún no he podido ver, pese a que le tengo unas ganas bestiales) o Ridley Scott (en la futura “Prometheus”, precuela/spin-off/whatever de la saga “Alien”) e incluso recibiendo la Copa Volpi como mejor actor en el último Festival de Venecia por su papel protagonista en “Shame” de Steve McQueen (de próximo estreno en nuestro país… o eso espero, porque aún no hay fecha confirmada).
Fassbender lo clava. Así de simple. Y en el caso de un personaje como Edward Rochester, que debe resultar a un tiempo frío y distante, pasional y romántico, descreído y torturado, el mérito es grande. Mucho.
Finalmente encontramos el factor que a mí personalmente más me ha gustado de esta “Jane Eyre”: la increíble atmósfera que exuda cada fotograma del film. Gracias a una ambientación y una fotografía soberbias, la cinta de Fukunaga luce una estética de terror gótico que amplifica las emociones de sus protagonistas y contribuye a generar la enorme tensión dramática en que se enmarcan los inquietantes misterios de la hacienda Thornfield. Así, resulta un rotundo acierto el huir de los habituales estándares visuales del cine de época y ofrecer una visión más oscura, fría y desoladora de la campiña inglesa del siglo XIX, como si de un paraje embrujado se tratase, al más puro estilo del pueblo de “Sleepy Hollow” o la lluviosa Gévaudan de “El pacto de los lobos”.
Tal vez porque no me esperaba tanto del film (más allá de las actuaciones de Wasikowska y Fassbender), esta nueva “Jane Eyre” me ha parecido un estupendo ejercicio cinematográfico que, si bien no sorprenderá excesivamente en lo narrativo, cuenta con un buen montón de virtudes estéticas e interpretativas y, casi igual de importante, con ningún defecto particularmente llamativo: lo que yo llamo, en resumen, una buena película.