Resérvame el vals nace como
terapia y recomendación de los médicos del Hospital John Hopskins de Baltimore.
Allí se encontraba ingresada Zelda Sayre tras sufrir una crisis
nerviosa justo un año después de la muerte de su padre y del período que abarca
esta autobiografía novelada. Zelda apenas tardó seis semanas en
narrar toda su vida. Construyó un relato que, con el paso del tiempo, se ha
convertido en el mejor ejemplo de su talento, siempre agazapado tras el éxito y
la genialidad deslumbrante de su marido Francis Scott Fitzgerald. Zelda intentó
serlo todo: hija, hermana, esposa, madre, bailarina, pintora y por fin
escritora, pero en todo fracasó. No obstante, se trata de un fracaso muy particular,
pues sólo dejó de abarcar la faceta del éxito de cara a los demás, que no la
del reconocimiento interior y propio; ese lugar donde sólo son visibles por uno
mismo los éxitos y los fracasos más íntimos de nuestras vidas. Pues si algo
refleja esta original e intensa novela es la capacidad de la autora por
embarcarse en la eterna búsqueda de sí misma. Ella lo hizo escarbando en su
propia vida, a la que dotó de infinidad de instantes presididos de flashes
apagados; esos que iluminan nuestro propio interior sólo un efímero instante.
Y, a pesar de todo, no escatimó a la hora de escudriñar hasta el último de sus
escondrijos, como si detrás de cada uno de ellos estuviese el más preciado tesoro;
ese que finalmente jamás encontró (baste recordar que murió en el incendio del
Highland Hospital donde permanecía ingresada).
La escritura de esta novela no le
reportó sino problemas a Zelda (uno más), pues tropezó con la
animadversión de su marido, al encontrarse él también inmerso en la escritura
de Suave es la noche, una novela que
retrata el mismo período y ambiente que Resérvame el vals. Y no fue sino
después de leerla y corregirla junto a ella, cuando Scott Fitzgerald dio el
visto bueno al proyecto, e incluso llegó a decir: “aquí está la novela de Zelda. Ahora es una buena novela, quizá una muy
buena novela –podría llegar a decir. Tiene los defectos y las virtudes de una
primera novela… Se trata de algo absolutamente nuevo…” Como nueva era la
forma de mirar y retratar una época por parte de una mujer que, de una forma
directa, era protagonista estelar de la misma. Baste recordar, que la aclamada
y maldita década prodigiosa de los años veinte tiene en el matrimonio Fitzgerald
a unos de sus máximos representantes, y si no, sólo hay que ver El gran
Gatsby, que este fin de semana de nuevo se estrenará en España bajo la
dirección de Baz Luhrman y protagonizada por Leonardo Dicaprio en el
papel de Jay Gatsby y Carey
Mulligan en el Daisy Buchanan.
A lo que habría que añadir, para darnos cuenta de la magnitud de la presencia
de Fitzgerald
y su literatura en la cultura americana, que El gran Gatsby es una
novela de lectura obligada en los institutos norteamericanos. Erigiéndose de
este modo, en un ejemplo de lo que fue y significó la gran fiesta que acabó en
1929 de una forma tan drástica como trágica (y que mantiene un asombroso
paralelismo con los días que vivimos en la actualidad). En El gran Gatsby, Jay Gatsby y Daisy Buchanan encarnan a
la perfección el espíritu de egolatría y hedonismo que reinó durante la década,
donde todavía todo estaba por descubrir, y en donde también, las costumbres
burguesas parecían dar las primeras muestras de una laxitud alarmante. En este
sentido, bajo el sugerente título de Resérvame el vals, Zelda
Sayre Fitzgerald parece estar invitándonos a formar parte de la fiesta.
Sin embargo, a lo que realmente nos abre la puerta es a un profundo, delicado e
imaginativo viaje a las entrañas de una gran mujer que, por mucho que lo
intentó, vivió eclipsada por el intenso brillo de su marido, Francis
Scott Fitzgerald, a la sazón, uno de los más brillantes escritores
norteamericanos del siglo XX junto a Hemingway, Capote o Steinbeck, por
ejemplo.
Ahora, sin embargo, y gracias al
esfuerzo y acierto de Román y Bueno Editores, podemos disfrutar de esta joya literaria que
como su autora, estaba sumergida en las profundidades del ingrato anonimato
universal. Resérvame el vals es un himno a la vida plagado de metáforas y
comparaciones que, sólo una mente tan brillante y privilegiada como la Zelda
es capaz de crear, forjando un estilo al que podríamos de tildar de mágico y
cubista por su forma de descomponer los sentimientos más íntimos del ser humano:
"los que van esparciendo sus
sensibilidades al paso de los acontecimientos viven como prostitutas
emocionales; el precio que pagan es la falta de responsabilidad por parte de los
demás". Zelda crea imágenes únicas y diálogos muy cercanos al mundo del
teatro, y no sólo eso, sino que los compagina muy bien con las elipsis temporales
que a veces nos propone con un simple punto y aparte sin necesidad de cambiar
de capítulo. Ese es su mundo, en el que las reglas sólo son meros accidentes, y
donde lo que verdaderamente importa es el hallazgo de los efímeros instantes
sublimes de felicidad. Esa será la búsqueda sempiterna a lo largo de toda su
vida, pues debajo de esa apariencia frívola y alocada, Zelda guardaba la magia
de las personas únicas; un protagonismo al que su marido por su puesto no pudo
dejar de sucumbir (aunque después de volviera en su contra), y que además, le
permitió ser la más apetecible de las flappers
en la década de los años veinte.
Resérvame el vals es un
puzzle pleno de colores, a través del cual, conocemos la vida de una artista y
su mundo, cuyo paradigma se resume en este diálogo que se encuentra casi al
final del libro:
- "Tengo que ponerme a trabajar, Alabama. ¿Por qué prácticamente
hemos desperdiciado los mejores años de nuestra vida?
- Para que al final no nos quede tiempo entre las manos.
- Eres una sofista empedernida.
- Todo el mundo lo es, solo que algunas personas lo son en la intimidad
y otras lo son en su filosofía".
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.