El sueño americano ha funcionado como una filosofía práctica de la vida para las clases medias durante décadas. Mientras ha habido clases medias fuertes ha tenido sentido; pero ahora que este grupo va de capa caída y retrocede en los índices económicos y de bienestar, empieza a implicar mutaciones impensables y poco tranquilizadoras. Ya no es una ideología del sentido común, la igualdad de oportunidades y la posibilidad de prosperar a base de esfuerzo, hoy es ante todo una forma de vida marcada por la supervivencia y el recuerdo de un feliz tiempo pasado. El sueño americano se ha acabado asimilando a una variante del estilo de vida outsider, no revolucionario, sí desposeído, no antisistema, sí en los márgenes de la abundancia.
En ese punto exacto se sitúa Nomadland (2020) de la directora estadounidense de origen chino Chloé Zhao, un tercer largometraje que la consolida como una lúcida cronista de su país de acogida al que añade un punto de vista muy personal. El guión se centra en arquetipos humanos y comunidades a punto de disgregarse que, en el pasado, se consideraron el núcleo duro y puro de la identidad de los EE UU, y a los que la película da una doble vuelta de calcetín. Protagonizada por Frances McDormand, una actriz que acumula prestigio y aplomo a cada filme que rueda, el filme retrata la vida de esa clase media que saltó por los aires por culpa de la crisis de 2008. Familias y poblaciones enteras que perdieron sus trabajos y sus casas, abocadas a sobrevivir por la inexistencia del colchón de un estado de bienestar. Fern --McDormand-- es una viuda entrada en años que, después de perder hogar y marido, opta por lanzarse a la carretera y vivir en su furgoneta, en un itinerario de lugares nuevos y fijos (donde sabe que podrá tener un empleo discontinuo, temporal, alienante e hiporremunerado que le permitirá seguir adelante con prácticamente lo puesto).
Pero Nomadland no es solamente una denuncia en segundo plano de todo lo anterior (a Zhao no le hacen falta discursos ni momentos definitorios para dejar caer sus cargas de profundidad), sino que es la historia de los últimos años buenos de una generación que creyó tener un futuro asegurado. Y además sin necesidad de cebarse en sus desgracias, al contrario, los presenta con un delicado respeto, ahondando en sus fortalezas y debilidades, filias y fobias, incoherencias y tristezas. No se trata de dar voz fílmica a una iniciativa política que les haga visibles ante la sociedad y les facilite un techo estable, jubilación digna y/o un entorno afectuoso, sino mostrar las razones que --por una impensable carambola de la vida-- les impele a imitar a los pioneros, a aferrarse a un estilo de vida nómada --con su inevitable puntito de romanticismo libertario-- como última prueba de su dignidad, de su desganada lucha por la vida.
Las vidas de sus protagonistas casi siempre están asociadas a una pérdida, y nadie opta por expresar su rabia o su felicidad a través de la transhumancia motorizada. Para algunos está la esperanza de instalarse cerca de sus hijos y nietos, la garantía de que los días de ir de acá para allá terminarán; pero para Fern es algo más, es la necesidad de sentirse aún con fuerzas para mantener su independencia, lo único que le queda. Nomadland no expresa una filosofía de la vida como elección de vida, y aunque es posible que a la mayoría les agrade la sensación de libertad que destila, muy pocos dejan de añorar su pasado de clase media sedentaria. Apenas les queda una esperanza: que sus descendientes puedan recuperar el terreno perdido por ellos y reconectar --aunque débilmente-- a un sueño americano que debería reciclarse severamente para seguir actuando como estímulo a una nueva generación de estadounidenses.
La historia fluye a través del día a día y con los habituales altibajos emocionales, encuentros imprevistos, descubrimiento de poemas de tremenda fuerza, paisajes deslumbrantes y solitarios, Acción de Gracias sentados en la mesa de buena gente desconocida, de cenas frías en la oscuridad de la furgoneta un miércoles por la noche en medio de la nada, instantes en los que es imposible no sentir penita por Fern y por la gente con la que se cruza en su camino. Zhao no pierde nunca de vista la humanidad de los personajes, ni trata de armar un relato ejemplarizante ni incremental en su dramatismo; es más bien una sucesión de escenas en forma de balance, inoculando al espectador un estado de ánimo, el que justamente busca su directora
Nomadland es un filme que dará que hablar por muchos motivos: su estilo, su punto de vista crítico, su directora, sus imágenes potentes. De entre todas sus bondades yo me quedo con su capacidad para mostrar humanidad a partir de detalles apenas insinuados y con una idea fuerza sobre la que reflexionar: el debate entre la autenticidad a la que se suele acceder tras una debacle vital que nos hace destilar lo mejor de nosotros mismos o el hundimiento para siempre en la irrelevancia y el anonimato. Dura moraleja para un filme con tan pocas estridencias visuales.