160 años después de la publicación de aquella obra que a nadie dejó indiferente y que tantas críticas tanto positivas como negativas ha cosechado a lo largo del tiempo, seguimos educando a los niños para que sean los más fuertes. Para que no se dejen pisotear por sus compañeros en el colegio, para que compitan entre ellos para conseguir los primeros puestos, para que se crean por encima de los demás. Al mismo tiempo, tendemos a sobreprotegerlos en extremo, a dárselo todo hecho, a no permitirles que aprendan de sus propios errores. Como si el mundo estuviese lleno de personas que les seguirán protegiendo cuando esos niños se conviertan en adultos y ya no nos tengan tan cerca. No somos conscientes del daño que les estamos haciendo al venderles una idea tan distorsionada de la vida que les espera en el futuro. En lugar de enseñarles a gestionar sus emociones adecuadamente, seguimos induciéndoles a que las escondan o las lleven a los peores extremos. Cada vez hay más voces que nos alertan de que el nivel de inteligencia general en los más jóvenes está descendiendo porque se han habituado demasiado alegremente a buscarlo todo en Google, a estar permanentemente pendientes de diferentes pantallas electrónicas, a no pensar por sí mismos, a perseguir resultados inmediatos y a no profundizar en la información que encuentran ni a cuestionarse su veracidad. No es raro encontrar adolescentes a quienes les cuesta un mundo el cálculo mental. Una simple división de una sola cifra les puede llegar a poner fácilmente frente a las cuerdas. Pero, lejos de reconocer su incompetencia, se defienden argumentando que “si tenemos calculadoras, ¿para qué nos vamos a romper la cabeza?”
Si estos chicos y chicas hubiesen vivido en el mundo en blanco y negro de nuestros padres y abuelos, es probable que hubiesen sido analfabetos o que apenas hubiesen frecuentado la escuela unos pocos años, pero seguro que hubiesen tenido más recursos personales a la hora de abrirse paso para encontrar su lugar en el mundo.
Es precisamente al descubrir estas paradojas de nuestro tiempo, cuando hemos de ser más conscientes de la importancia del trabajo de divulgación del conocimiento que durante sus últimas décadas de vida ha llevado a cabo impecablemente Eduard Punset. Un hombre polifacético, que ha sabido acercar la ciencia al gran público, tanto a través de su programa Redes, como de sus maravillosos libros.
Hay quienes nunca han dejado de ver en Punset al político que fue. Licenciado en derecho por la Complutense de Madrid, de muy joven había militado en el partido comunista, por lo que estuvo exiliado en Burdeos, Suiza i París. Más tarde pasaría ocho años en Londres, donde realizaría un Máster en Ciencias Económicas. De vuelta a España, fue diputado y consejero de Economía y Finanzas de la recién restaurada Generalitat de Cataluña y, más tarde, pasó a ser diputado de UCD y CDS en las Cortes Españolas, teniendo un papel importante en la implantación del estado de las autonomías y llegando a ocupar el cargo de ministro de relaciones con las comunidades europeas. Punset contribuyó a que España se abriese al exterior tras sus cuarenta años de letargo impuesto por la Dictadura. Fue también eurodiputado entre los años 1987 y 1994.A partir de ese momento, se aleja del panorama político y centra sus intereses en la docencia, ejerciendo como profesor de Ciencia, tecnología y sociedad en la Facultad de Economía del Instituto Químico de Sarrià (Universidad Ramón Llull). Fue director y presentador del programa Redes entre los años 1996 y 2014.Entre 1980 y 2015 escribió 18 libros. A través de ellos, puede deducirse su espectacular evolución personal. Los primeros se centran más en temas económicos y políticos, pero en Adaptarse a la marea: La selección natural en los negocios ya empieza a intuirse el Punset del que nos hemos despedido en los últimos días. Una persona con una curiosidad inagotable, que ha sabido como nadie adaptarse a los cambios y transformarse con ellos en alguien siempre mejor. Un ser humano resiliente, que supo infundir esperanzas a las personas que veían sus programas o leían sus magníficos libros. Supo enseñarnos que las emociones no tienen porqué ser malas; que expresar lo que sentimos no nos hace necesariamente más débiles y que hablar de AMOR o de FELICIDAD no es pecar de cursis, sino atreverse a ponerle nombres a lo que anhelamos. Porque todos queremos querer y que nos quieran. Todos aspiramos a sentirnos felices. Da igual qué o quién sea el objeto de nuestras pasiones. Todos somos únicos y especiales, pero muchas veces nos empeñamos es escondernos de los otros, para que sólo vean la cara que peor nos representa.Eduard Punset, al igual que Oliver Sacks, a quien él entrevistó en Redes, es de esas personas que siempre ven la botella medio llena y que, de cualquier situación, por difícil y angustiosa que se nos presente, siempre van a ser capaces de sacar algo muy bueno, para luego transmitírselo a los demás en un intento de hacerles ver que no todo está perdido, que siempre quedan hilos de los que tirar y motivos por los que continuar adaptándonos a los caprichos de nuestra particular marea. Como la flor que es capaz de crecer entre el asfalto o en un margen agreste de una empinada carretera hacia un acantilado o como el niño que crece en medio de la miseria y la guerra, pero prometiéndose a sí mismo que él de mayor será médico para poder salvar a los que sufren y, a base de años de esfuerzo, determinación y perseverancia, lo consigue y se convierte en una luz de esperanza para los demás.A veces, una misma situación desafortunada puede convertirnos en víctimas de por vida o en personas que se reten a sí mismas para conseguir brillar en medio de toda esa oscuridad. La felicidad nunca está en lo que nos pasa o nos deja de pasar, sino en cómo nos adaptamos a todo eso que nos pasa o no nos pasa.
Estrella PisaPsicóloga col. 13749