Durante los largos días del confinamiento, muchas voces coincidieron en defender la tesis de que este obligado parón nos enseñaría a todos a ser un poco mejores.El compromiso adquirido sin palabras con los vecinos de encontrarnos todos los días a las ocho de la tarde en los balcones para aplaudir a los sanitarios, las esperas estoicas guardando las distancias de seguridad en las colas para entrar en los supermercados o en las farmacias, las muestras de solidaridad hacia los más débiles o el ingenio y la voluntad de muchas personas a la hora de ponerse a fabricar material sanitario desinteresadamenteen pro del bien común, son sólo pequeñas muestras de comportamiento en las que se sustentaba dicha tesis.
Parecía, en verdad, que algo estábamos aprendiendo y que saldríamos reforzados de esta crisis, no en el aspecto económico, por descontado, pero sí en humanidad. Retomado el contacto con todo aquello que creíamos olvidado, volvimos a descubrir la importancia de las pequeñas cosas y de los pequeños gestos. La creatividad se ha dejado sentir en nuestras cocinas y en nuestros armarios. Muchos libros han empezado a usarse para lo que fueron ideados y han dejado de criar polvo. Y nuestros cuerpos, esos armatostes de hueso, músculos y sangre, han adoptado la costumbre de ejercitarse como no lo habían hecho antes en su vida.
Es curioso que hayamos tenido que esperar a estar encerrados en casa para acordarnos de la necesidad de empezar a correr y que esas ventanas y balcones que nunca nos habían llamado especialmente la atención se hayan convertido en nuestros respiradores artificiales particulares. Antes del confinamiento, ¿quién iba a pasarse las horas muertas detrás de una ventana o en la terraza pudiendo abrir la puerta y salir libremente a cualquier hora del día o de la noche?
Desde esas mismas ventanas por las que habíamos visto la calle sólo frecuentada por los paseadores de perros, o por los que iban o volvían de la compra, o por los pocos que podían seguir acudiendo a sus puestos de trabajo, un día volvimos a oír las risas de los niños y otro día a los más mayores paseando con sus mascarillas y, más tarde, ya a todo el mundo volviendo a hacer casi vida normal, cuando se daba ya por concluido el estado de alarma.
Pero esta nueva normalidad, desgraciadamente, ha llegado demasiado viciada de los errores de la antigua. Todos nuestros buenos propósitos de los días en los que el tiempo pareció pararse y nosotros con él, todo ese redescubrimiento de nosotros mismos y de lo que era primordial en nuestra vida, ¿dónde se nos han quedado?
Si nos sorprendimos tan gratamente al saber que, mientras permanecíamos encerrados en nuestras casas y nuestros vehículos se mantenían inmovilizados, el aire de nuestras ciudades se había limpiado y la naturaleza lucía exuberante y mágica en esa rara primavera que sólo pudimos disfrutar a través de los cristales, ¿por qué ahora que podemos volver a poblar las calles las sembramos con nuestros desperdicios?
¿Qué nos ha hecho este planeta para que lo tratemos con tanto desprecio los humanos?
¿Qué nos ha hecho el agua para que la contaminemos con nuestros despropósitos?
¿Dónde se quedaron nuestros compromisos para con los demás y para con nosotros mismos?
¿De qué sirve tener buenas ideas si, a la hora de plasmarlas en hechos, preferimos obviarlas?
Todos coincidimos en quejarnos cuando vamos a una playa cuya arena está llena de desperdicios o paseamos por una calleo por un parque cuyas aceras o parterres están llenos de envoltorios de plástico, papeles, latas vacías o excrementos de perros.
¡Qué guarra es la gente!- No nos cansamos de repetir. Pero no pensamos que esa gente la integramos todos y, desde que todos hemos podido volver a tomar las calles libremente, no hemos dejado de añadir a toda esa basura, montones de guantes de plástico y de mascarillas desechables que se pasean entre nosotros, impulsadas por el viento, como si de animales nuevos explorando la ciudad se tratase.
¿Tanto nos cuesta respetar un poco nuestro entorno y respetar a nuestros iguales?
No será por falta de papeleras en nuestros pueblos o ciudades. Tampoco será por falta de contenedores de basura ni de bolsas de plástico en las que podamos ir guardando nuestros deshechos para depositarlos en cualquiera de ellos o en nuestro propio cubo de basura cuando lleguemos a casa. ¿Por qué nos resulta más fácil ir de guarros por la vida y tirarlo todo al suelo, sin preocuparnos de quien venga detrás de nosotros? ¿En qué clase de mundo van a vivir los que nos sucedan si no nos preocupamos un poco de preservar el que tenemos?
Imagen de Pixabay
Lo mismo nos ocurre con las actitudes. Sin apenas darnos cuenta, hemos pasado de los aplausos diarios a los sanitarios al desmadre total y absoluto en las playas, en las terrazas de los bares, en las celebraciones familiares o en las vacaciones a toda costa. Pasando olímpicamente de las medidas recomendadas, exponiéndonos y exponiendo a otros de la manera más absurda. Como si casi treinta mil muertos fuesen una nimiedad, como si la crisis económica que atravesamos y de la que lo peor está por llegar no fuese más que una fake news.
¿Ha valido la pena sacrificar tanto tiempo, tantos puestos de trabajo, tantas vidas y exponer a tantas otras en los hospitales, en los supermercados o en las farmacias, para ahora pasar de todo, como si no hubiese pasado nada?
¿Dónde están ahora las ideas que se nos pasaban por la cabeza mientras permanecíamos encerrados? ¿Dónde se han ido ahora tantos buenos propósitos? ¿Acaso el advenimiento de esta nueva normalidad nos ha minado la memoria y ahora nos parecemos más a los peces que a las personas que nos habría gustado ser?
En lugar de quejarnos de la realidad que tenemos, deberíamos empezar por aprender a respetarnos un poco más. Dejarnos de palabras y de ideas para centrarnos en los hechos y en los gestos. Predicar con el ejemplo y estar dispuestos, siempre, a intentar comprender antes que juzgar. Gritar más fuerte que el otro nunca nos va a dar la razón. Sólo nos va impedir escuchar su versión, negándonos la oportunidad de llegar a entenderle y de aprender a respetarle. Sin respeto, de nada sirven las ideas ni los buenos propósitos. Sólo son humo en medio de una distancia insondable, desperdicios de tiempo bailando al son de una melodía hueca.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749