Antes de empezar aclaro que esto que sigue lo escribo con una profunda envidia como arquitecto hacia los cocineros, por el éxito que está teniendo su profesión y el ostracismo en que languidece la nuestra.
Podríamos hacer un paralelismo entre arquitectura y gastronomía porque ambas tienen como función inicial satisfacer las más imperiosas necesidades del ser humano, pero, evolucionando y perfeccionándose en sus respectivos campos, a veces llegan a alcanzar la satisfacción de placeres que ya trascienden las perentorias necesidades iniciales, y logran incluso cotas muy altas de satisfacción "intelectual".
Arquitectura, gastronomía, vestido... son campos de actividad humana que surgen de lo más humilde, pero que a veces consiguen rozar lo sublime.
Ya digo que veo con envidia que los medios de comunicación y la sociedad en su conjunto están muy interesados en las cuestiones gastronómicas, en una proporción inversamente proporcional a lo que lo están en las arquitectónicas.
En todas las casas se ha cocinado siempre, y en casi todas muy bien, pero ahora se habla con desparpajo de emulsionantes, homogeneizadores, esferificaciones, cocina al vacío y quién sabe de cuántas guarradas más.
A los arquitectos nos tocan especialmente esos programas televisivos en los que unos concursantes tienen no solo que cocinar muy bien, sino saber explicar y "vender" sus creaciones, e ir evolucionando episodio a episodio hasta la excelencia final. Nos tocan especialmente porque nos recuerdan a las clases de proyectos. Los concursantes presentando sus platos son como los alumnos de arquitectura presentando sus croquis, y las opiniones y duros juicios de los miembros del jurado son como los de los profesores de proyectos.
Además hay conceptos muy similares: la búsqueda de una armonía, los fallos de los novatos que buscan muchos focos de estímulo que se contradicen, la pureza, la "estructura", la exaltación de algún detalle que da "sabor" y "carácter" al conjunto...
Como pasa en proyectos, como pasa en todo, hay gente muy brillante que con una aparente sencillez combina elementos muy problemáticos y resuelve brillantemente el problema. (La "composición" de sabores, olores, texturas... es similar a la de espacios, volúmenes, texturas... ¡anda!, ¡texturas también!).
Se da a menudo el fallo garrafal de quien parte de unos ingredientes de primera calidad (ya sean una lubina, una langosta o un solomillo, ya sean una plataforma, un desnivel o una avenida) y los estropea con un trabajo zafio y embarullado. Entonces escuchamos decir a los "jueces": ¡Respeta el producto!
Esto de respetar el producto es algo que deberíamos hacer todos: Si a cualquier espectador le parece indignante que alguien se apodere de las mejores ostras del mercado para ponerlas a cocer (¡a cocer!) y finalmente escachifollarlas con ketchup, no suele parecerle a nadie tan horrible tomar una limpia estructura de hormigón y forrarla con molduras y escayolas varias.
¿Por qué? ¿Por qué no se puede sensibilizar a la gente sobre la arquitectura como se la está sensibilizando con la cocina?
En este sentido es sorprendente la (anti)enseñanza arquitectónica que nos puede dar uno de los jueces más conspicuos del programa de Televisión Española Masterchef. Este gran cocinero tiene un famoso restaurante en Illescas (Toledo): El Bohío, que conozco porque queda muy cerca de mi pueblo.
He comido allí dos veces (las dos invitado por promotores inmobiliarios en la época del boom; ¡ah, qué tiempos!). La primera no me gustó demasiado porque le vi mucha tontería, pero la segunda me encantó. (Tal vez en la segunda yo tenía ya también encima alguna tontería).
El famoso restaurante es una mala casona de pueblo muy deslavazada, y para más inri hasta hace poco ha estado pintada de rojo oscuro y "tiraba p'atrás". Una cosa verdaderamente horrorosa. Y muy paleta. Era sorprendente cómo en semejante lugar se hacía una cocina tan avanzada, tan sofisticada y tan buena. A cualquiera se le podía pasar por la cabeza que aquello no cuadraba, que ese trabajo de prestigio requería un espacio mejor tratado y más "intencionado".
Pero al parecer ese restaurante era el de los padres del genio, en el que él se crió y donde aprendió a manejar sus primeros fogones. Y eso se lleva en el corazón. Bueno, vale. (Pero cuando yo estuve le habían hecho por dentro una especie de "refrescamiento" que tampoco era demasiado afortunado). Ahora lo han pintado de blanco y lo han dejado más limpio y agradable por fuera, pero por dentro no sé cómo estará: Hace tiempo que no me invita ningún promotor.
El otro día pasé por Esquivias (Toledo), aún más cerca de mi pueblo que Illescas, y vi que el negocio de este maestro de cocineros se ha ampliado y que tiene allí una nave destinada a catering.
Me dio una sofoquina. Tuve que dar un frenazo, bajarme del coche y hacer unas fotos. En una hilera de naves industriales esta de El Bohío es la única customizada con una visera de teja y, sí, amigos, con dos molinitos en las esquinas de esa visera.
Diormío, Diormío, Diormío.
El molinito ha perdido sus aspas de plástico.
"No puede ser", me dije. "No puede ser". Y, efectivamente, no podía ser.
Busqué en google street y vi que esa nave había sido ocupada antes por un restaurante. (Es más, ahora recuerdo que en ese restaurante hicimos hace unos cuantos años la cena de navidad los de la big band, y cenamos bien y barato un menú concertado).
Restaurante "La Mancha II", con un molinito ya desaspado y el otro aún con las aspas puestas.
No le echemos los perros a nuestro chef: Encontró la nave ya así. (Hay que tener valor). Pero en todo caso habría que decirle que ya que ha quitado los rótulos y el molino de arriba, y ha pintado la fachada, podría seguir con el desmontaje de la visera de tejas. Pero me da la impresión de que se queda ya así. Está todo muy pintado de blanco, y con el rótulo terminado. No me pega que se ponga ahora a generar más polvo y escombros. Pero es que no ha quitado ni los molinitos.
Esperemos a ver si aún no ha terminado de limpiar y retocar o si ya se quedará así. (Siempre nos podrá decir que lo deja porque "respeta el producto", aunque siempre le podremos contestar que el producto es deleznable y no merece ningún respeto. O que entonces lo respete todo, incluso el molino de coronación).
En todo caso, este negocio funciona y por ahora se exhibe así. Tiene ya su rótulo, con todo su prestigio, y ofrece esa imagen con descaro, para que algunos demos un frenazo y pongamos en riesgo nuestra integridad física. (No es solo el peligro del frenazo en sí, sino el de seguir conduciendo hasta Seseña con taquicardia y extrasístoles, y gritando "mecagüenlá, mecagüenlá, mecagüenlá, mecagüenlá").
Repito: Quien un día se burló de esto:
hoy nos muestra esto como imagen de su empresa:
Yo creo que aquel tristemente famoso "león come gamba" era más cocina que el "molinito sin aspas" arquitectura. Aquello sí que me lo comería, esto no.
Pero lo más curioso es que por delante de esas naves pasan todos los días centenares de coches y nadie da un frenazo, nadie se indigna, nadie se escandaliza. Lo ven bien. Quien ve esa fachada dice: "mira, el del masterché ha puesto aquí un negocio", e incluso sonríe con alegría porque a todo el mundo le gusta que un artista famoso se instale en su zona. Y que traiga riqueza y dé trabajo.
Esos mismos conductores felices por la visera y los molinitos, que ven el programa de cocina y lo disfrutan, sí que se indignarían ante un plato elaborado con unas varitas de merluza congelada aderezadas con mayonesa de bote, pasadas de sal y rematadas con dos gominolas decorativas (los molinitos). Y se frotarían cómplices las manos cuando el duro magister coquus le dijera al pobre y zafio aprendiz que no ha sido coherente, orgánico, sensible, y que, sobre todo, no ha respetado el producto.
Hombre, por favor: Respetemos el producto. Aunque solo sea eso. Respetemos el producto y mis sofoquinas, pordió, que me va a dar algo.