Revista Jurídico

Responsabilidades políticas y/o jurídicas: matrimonio mal avenido

Por Gerardo Pérez Sánchez @gerardo_perez_s

img_1258-e1418143603139De un tiempo a esta parte, el debate sobre el alcance de las responsabilidades políticas de los cargos públicos, centrado en el momento concreto en el que deben empezar a asumirse, ya sea vía dimisión o cese, ha cobrado un especial protagonismo. Como la mayoría de los participantes en el mismo son personas con un evidente interés partidista, o responsables de partidos con posturas marcadas por sus propias estrategias electorales, es frecuente asistir a un cruce de discursos sin sentido ni coherencia. Los actores de tan pintoresca tragicomedia siempre suelen ver la paja en el ojo ajeno pero nunca la viga en el propio, o tienden a aplicar la “ley del embudo”, escogiendo la parte ancha o la estrecha a conveniencia, en función de si el razonamiento afecta a un compañero de filas o a un adversario. Por ello, procede analizar esta situación con objetividad, perspectiva y distancia (además de con un mínimo de rigor jurídico) para no caer en polémicas estériles que sólo conducen a titulares crispados y a pugnas sectarias.

Para empezar, se debe asumir que la responsabilidad política no siempre es coincidente con la jurídica. Una conducta puede no ser delito y, sin embargo, merecer un reproche moral, ético y político del que se derive la petición de abandono de determinado puesto, argumentando que la ostentación del mismo precisa de una pulcritud que trasciende al Código Penal. Por lo tanto, la existencia de una conducta punible no es siempre el criterio escogido para reclamar un cese o una dimisión. El código de conducta aplicable a los representantes públicos puede resultar más o menos estricto, y los ciudadanos, igualmente, ser más o menos implacables. Lo que no es procedente es mostrar piedad y clemencia o severidad e inflexibilidad en función del carnet que porte el enjuiciado o del color de las ideas que defienda el afectado. En ese caso, las reglas de honradez a las que nos aferramos no serán más que una mera excusa, una falacia cambiante a discreción. En una escena de la película “Candidata al poder” se dice: «Los principios sólo significan algo si nos atenemos a ellos también cuando nos resultan inconvenientes». Cierto al cien por cien. En caso contrario, mera palabrería.

Pero de más espinosa aún puede calificarse la controversia sobre el momento en el que la tramitación de un determinado proceso penal debe afectar al cargo público implicado. A ella, además, se añade una galimatías jurídico que, en vez de aclarar la cuestión, le empaña todavía más. De entrada, es preciso reconocer que, a este respecto, nuestras normas de enjuiciamiento son muy precarias. No es defendible que dentro del mismo concepto de “investigado” (antes “imputado”) quepa tanto una persona llamada sólo a declarar y que hace uso de sus garantías de defensa, como otra en la que, después de varias diligencias judiciales, el juez aprecie suficientes indicios de culpabilidad y decrete medidas cautelares (retirada de pasaporte, obligación de presentarse en el juzgado, etc.). Es decir, el término “investigado” refleja situaciones variopintas y se utiliza tanto para garantizar derechos como para establecer medidas restrictivas ante serios indicios de perpetración de actos delictivos. Sin duda, pues, urge una modificación de nuestra Ley de Enjuiciamiento Criminal, para establecer una mejor y más moderna regulación que sepa amoldarse tanto a los derechos y a la presunción de inocencia como a la efectiva persecución y enjuiciamiento de la criminalidad.

De igual forma, nuestro proceso penal -que presume de garantista- presenta preocupantes lagunas y déficits que hacen dudar de su plena eficacia. La escasez de medios en los Juzgados y en la Fiscalía, unida a la limitación temporal de las investigaciones, no ayuda a que los profesionales de la Justicia dediquen el tiempo y la atención necesarios en la totalidad de los casos, lo que da lugar a resultados no deseables. Existe cierta inseguridad jurídica en la fase de instrucción, de tal manera que llegan a juicio oral procedimientos que, a todas luces, no deberían hacerlo. La reciente noticia de una madre, enjuiciada penalmente tras ser acusada de quitarle el móvil a su hijo para que este se pusiera a estudiar, da buena muestra de ello. Obviamente, la mujer salió absuelta y el juez, no sólo la absolvió, sino que elogió su comportamiento. Pero lo cierto es que tuvo que sentarse en el banquillo de los acusados, constatando a todas luces que los filtros destinados a que sólo terminen en una vista los casos que así lo merecen, no funcionan siempre. En consecuencia, se debe reclamar una modificación normativa.

En mi opinión, hasta que eso ocurra, procede la asunción de responsabilidades políticas en la fase de instrucción (cuando, mediante resolución judicial motivada y detallada, se adopten medidas cautelares contra un responsable político) o, en su caso, en el momento de la apertura de juicio oral. Otra cosa bien distinta es que un concreto mandatario se comprometa a dimitir en otro momento del proceso diferente a los anteriormente reseñados. En dicho supuesto, el abandono de su cargo, más que una consecuencia derivada de su situación procesal, lo será del más elemental cumplimiento de la palabra dada.


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