Revista Opinión

Respuesta ética

Publicado el 08 julio 2019 por Jcromero

Salvar una vida debiera ser un acto loable, una respuesta grabada en el ADN de todo ser humano, una reacción tan inmediata como un acto reflejo. Pero sucede que siempre surgen voces disonantes que propagan lo contrario; la idea de no socorrer, de proceder como si nada estuviera ocurriendo, de dejarles morir. Hay quienes esgrimen que si ponen en riesgo sus vidas es porque ellos así lo desean, que nadie les obliga. ¡Que se queden en sus miserables países!, vociferan los cretinos de turno. Como si no fuera la desigualdad, el hambre, la guerra o el deseo de vivir de una manera digna lo que les impulsa a migrar.

. Carmena se pregunta y muchos nos preguntamos: Sea Watch, Open Arms o Aita Mari son nombres de embarcaciones destinadas al salvamento humanitario. Otros muchos barcos, en sus travesías, encuentran a personas en peligro y no dudan en proceder a su rescate exponiéndose a la acción de la justicia y al trasiego administrativo. Sí, porque aunque la ley del mar obliga a salvar al náufrago, socorrer en el mar se ha convertido en una acción delictiva ¿Cómo es posible esa vergüenza de que alguien pueda tener un procedimiento penal por dar agua a un inmigrante sediento en el desierto americano o por salvar personas en el Mediterráneo?

El fenómeno migratorio, que es la respuesta a la necesidad, se ha tratado de manera negativa. No es casual el uso de un lenguaje que incita el temor cuando no al odio: invasión, amenaza o avalancha son términos frecuentes en la información sobre la llegada de migrantes. Artículos periodísticos, tertulias televisivas o radiofónicas han martilleado con mensajes reprobatorios sobre este fenómeno, resaltando los problemas de integración y silenciando su contribución al desarrollo económico; azuzando el miedo con datos falsos que vinculan migración con delincuencia, con el colapso de los centros sanitarios o con el supuesto acaparamiento de las ayudas sociales.

La sociedad española tradicional, con valores y creencias bastante uniformes consolidados durante años, tiene que afrontar el reto de la inmigración. Integrar distintas culturas, religiones y nacionalidades, constituye un desafío no solo en sus aspectos económicos, sociales y culturales, sino también éticos y morales. No debiera suponer un gran problema cuando lo que hoy conocemos como España fue un territorio multicultural; cuando nuestras lenguas, cultura y costumbres tienen reflejos del paso de fenicios, celtas, griegos, romanos, árabes... Pese a ello, frente a quienes apuestan por la solidaridad y la integración, se levantan quienes fomentan el temor y el desprecio al otro, a los otros. Probablemente no tanto para marcar distancia con los otros o como reclamo identitario, sino porque son pobres.

Un mal síntoma. Esta sociedad que se moviliza para festejar las fiestas patronales o cuando el equipo de la ciudad consigue un gran triunfo, se muestra pasiva e indiferente al recibir noticias del penúltimo naufragio cerca de la costa o en altamar; cuando se sigue sin acoger a los refugiados a los que está comprometido, cuando las condiciones de los centros de acogida son inaceptables o cuando se conoce la devolución en caliente de quienes buscan una oportunidad. Por ello, acciones como las realizadas por las tripulaciones de esos barcos nos desnudan e interpelan como personas y como sociedad.

Cuando la legislación supone una amenaza para quienes realizan el acto humanitario de socorrer o salvar una o centenares de vidas, pone de manifiesto que la justicia se deshumaniza. Por ello, la desobediencia civil de las tripulaciones de estos barcos es una respuesta ética contra esa justicia y contra el cinismo político; supone un acto de indudable valor que nos induce a pensar en la relación entre lo ético y lo legal. No deberíamos olvidar que los derechos humanos son el resultado de la lucha de innumerables personas y movimientos sociales, que a lo largo de los años tuvieron la función moral y política de enseñar a la sociedad a mirar y ver que ciertas pautas de conductas, hasta entonces toleradas, suponían vergüenza, desprecio, abuso o indignidad. Con sus reivindicaciones enseñaron al conjunto de la sociedad a juzgar y actuar en consecuencia e induciendo a los legisladores a aprobar normas y procedimientos legales para evitar que tales hechos se repitiesen y quedaran impunes.


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