Revista Cine

Resurrección y muerte de Norma Desmond: Fedora (Billy Wilder, 1978)

Publicado el 13 enero 2016 por 39escalones

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Si podemos considerar a Wendell Ambruster Jr., el personaje de Jack Lemmon en Avanti! (Billy Wilder, 1972) -como José Luis Garci, nos negamos a llamarla ¿Qué ocurrió entre mi padre y tu madre?– la evolución envejecida y amargada de su previo C. C. Baxter de El apartamento (The apartment, Billy Wilder, 1960), tanto o más cabe proyectar en el director y productor independiente Barry ‘Dutch’ Detweiler que William Holden interpreta en Fedora las vicisitudes de su “antepasado”, el guionista Joe Gillis que él mismo encarnaba en El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950). No se trata solamente de una similitud de rasgos físicos o de una proximidad de líneas argumentales y narrativas; como en el caso de las mencionadas tragicomedias, llamémoslas para entendernos románticas, entre las desgraciadas aventuras de Norma Desmond y Fedora, así como entre los personajes que las rodean y que de algún modo han condicionado sus vidas, existe un hilo conductor (además de algún guiño explícito, como la alusión de Dutch a la cama en forma de góndola que también aparecía en la mansión de Norma Desmond) que permite considerarlas parientes directas, un territorio común, una extensión cinematográfica natural. En el caso de Fedora, a ello contribuye igualmente un guión construido y estructurado a partir de unos parámetros asentados con éxito en su modelo previo.

Partimos, como en su antecedente, de un suceso trágico: la célebre y enigmática Fedora, una retirada actriz de la etapa clásica del cine que había retornado a la pantalla ante una gran expectación, se suicida arrojándose al paso de un tren en una estación próxima a París. En la concurrida capilla ardiente, donde se nos presenta a los personajes principales del drama, y a través del arruinado director y productor independiente Detweiler, se abre, al modo de La condesa descalza (The barefoot comtessa, Joseph L. Mankiewicz, 1954), el flashback que echa a rodar la historia, y que constituye el prometedor y mejor pasaje de la película. Dutch (William Holden) viaja a la isla griega de Corfú para intentar que Fedora (Marthe Keller) acepte trabajar en una de sus películas; de hecho, la participación de Fedora es prácticamente la única posibilidad que Dutch ve de encontrar financiación, y de ello depende su supervivencia en el cine. Dutch cuenta con las dificultades de llegar hasta la actriz, una mujer conocida por su hermetismo, su comportamiento caprichoso, huidizo e impredecible, su secretismo y su sometimiento a las personas que la rodean, una misteriosa condesa polaca (Hildegard Knef), una asistente personal demasiado estricta (Frances Sternhagen), el oscuro y ambiguo doctor Vando (José Ferrer)  y el chófer-guardaespaldas de la condesa, el fortachón Kritos (Gottfried John). No obstante, su insistencia y la búsqueda de imaginativos métodos para acercarse a Fedora dan sus frutos, y así se introduce en su angustioso, decadente y tormentoso universo personal.

Fedora vive en el pasado. Físicamente, porque parece atesorar el misterio de la eterna juventud. Mentalmente, porque algo no funciona bien en su personalidad, hay algo que la ata fatal, delirantemente a su antigua gloria como intérprete. Dutch descubre un personaje atormentado, encarcelado en la vida que sus acompañantes han diseñado para ella, casi prisionera en aquella villa de un islote medio perdido, rodeada de muros, verjas y perros guardianes, escoltada las veinticuatro horas, una vida de pastillas, tratamientos y correas. Dutch también vislumbra su inestabilidad: es un ser de extraño comportamiento, inestable, desquiciado, tremendamente desgastado por dentro en contraposición a la juventud que mantiene por fuera, y a la que no parece ser ajena la polémica reputación del doctor Vando como genetista. Dutch pasa a proponerse no sólo salvarse a sí mismo como director y productor, sino también a Fedora como actriz y como ser humano, recuperarla para el cine, pero también para la vida. Un empeño en el que las formidables fuerzas que se oponen a él, y los terribles problemas de Fedora, amenazan con hacerle perderlo todo. Cerrado el flashback, y en una capilla ardiente ya vacía de público, los distintos personajes se dan cita para dibujar el desarrollo y la conclusión del drama, más inquietante que sorprendente, tremendamente triste y desesperado.

Un Billy Wilder que ha fracasado en sus últimas películas americanas regresa a Europa para, con capital franco-alemán, intérpretes de perfil bajo (incluido Holden, ya en retirada) y producida por su coguionista I. A. L. Diamond, volver sobre sus propios pasos como cineasta y ofrecer una nueva crónica sobre el poder destructivo que Hollywood puede tener en las criaturas que él mismo fabrica. El resultado fue otro fracaso de crítica y público, la implícita petición general de amortizar a uno de los más grandes directores de cine que, sin embargo, en la década de los setenta parecía estar ya desgastado, sin nada nuevo que contar ni ninguna nueva forma de contarlo a pesar de, con 72 años de edad, tener aún mucho cine por delante. A pesar de la revalorización, con el tiempo, de todas sus películas de los años setenta (la genial Avanti!, la excepcional La vida privada de Sherlock Holmes, su fenomenal versión de Primera plana, o de la misma Fedora), Wilder acusó el golpe, y sólo rodaría una película más. En Fedora, las huellas del desgaste son palpables: una estética entre lo televisivo y la más pura ensoñación (la fotografía de Gerry Fisher resulta magnífica en todo el tramo parisino; en las secuencias de Corfú roza casi casi el telefilme), el rostro agrietado de Holden, su forzado vitalismo en un personaje que ya no se aguanta, un tono desprovisto casi por completo del vitriólico y negrísimo humor wilderiano (apenas unos breves apuntes a través del personaje del conserje del hotel que interpreta Mario Adorf y un par de réplicas en los diálogos de Holden), y un pulso narrativo vacilante, impreciso, que, mantenido y explotado en la primera mitad del filme, se diluye ante la multiplicación de flashbacks y la amplia variedad de atmósferas, ambientes, escenarios y sucesos que cada personaje narra en la segunda. Wilder no consigue crear una estética unificada, envolvente y atosigante, a pesar de lo acertado de la fotografía en las escenas de la capilla ardiente y de la partitura de Miklos Rozsa, que subraya adecuadamente tanto los momentos líricos como el suspense, los arrebatos y los estallidos nerviosos y los ecos trágicos de una vida que se derrumba. La distancia con unos intérpretes de segunda fila y el misterio de la trama, a medio camino entre lo inverosímil y lo increíble, adivinado fácilmente por el espectador mucho antes de que se desvele en un clímax dramático sin chispa, tampoco ayudan a cerrar convenientemente un guión que abunda en cabos sueltos y se excede en su poética y desgarradora demencia. ¿Qué es, por tanto, lo que salva la solvencia de la película, qué hace que el espectador se quede pegado a la pantalla y quiera seguir y averiguar los misterios que rodean a Fedora? No puede ser otra cosa que el mismo cine.

Billy Wilder vuelve a ofrecer un catálogo de personajes acabados, de gente deglutida por el propio mundo al que a toda costa ha deseado pertenecer, en este caso el del cine y sus universos adyacentes. El del éxito y el reconocimiento, el de la la fama y el dinero, la vida fácil y repleta de atractivos y tentaciones que va acompañada de un inmenso vacío, de una letal infelicidad. Wilder radiografía de nuevo el mismo cine, une ficción y realidad (la preciosista y meticulosa recreación del rodaje londinense, las apariciones de Henry Fonda, presidente de la Academia que viaja a Grecia a entregar a una rejuvenecida Fedora un Óscar honorífico, y de Michael York, el amor de esa Fedora “renacida” pero presa de su pasado, interpretándose a sí mismos con nombre y apellidos -muy emotiva y elocuente la última aparición de York junto al ataúd-), da forma al último mausoleo de un arte que muere en un cementerio de elefantes que ya no existen. Fedora es precisamente eso, la encarnación del cine, joven por fuera pero viejo por dentro, consumido en su propio caldo ya sin sustancia, con la sangre turbia repleta de grumos atorándose en sus arterias, con el espíritu juvenil pero el alma vieja, el cerebro agotado y el corazón débil. La demente Fedora, con las enormes gafas que velan su rostro, la pamela que cubre su cabeza, los guantes que ocultan sus manos, que enmudecen sus huellas, las ropas que la tapan por completo, es un trasunto de la mujer invisible, una diosa secreta, inexistente, ficticia. El sueño del celuloide convertido en pesadilla de la vida de la que despertar en una catarsis de inmolación. El Saturno que devora cruelmente a sus hijos.


Resurrección y muerte de Norma Desmond: Fedora (Billy Wilder, 1978)

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