Oda a los malos recuerdos
¡Hola, hola, hola!
Como viene siendo costumbre desde mitades-finales de mayo, estoy MUY desaparecida. Tanto que ya me da vergüenza. Prometo que le robaré horas al fin de semana – sí, sí, pelearé duro – para poder pasarme por vuestros espacios, ¡qué son joyitas! Pero contadme, ¿cómo os va todo? ¿Estás teniendo días buenos? Espero que sí. Yo la verdad es que voy de “hostia en hostia” y tiro porque me toca. Eso sí, aquí el sentido del humor es lo último que se pierde y, oídme, aunque un poco retorcido, voy bien servida de eso. Hoy vengo con ganas de filosofar un poquito. No, no me he fumado ningún porro, palabra. Lo que quiero hacer hoy es hablar con (escribir para) vosotras y vosotros algunas cositas que llevan días rondándome la cabeza. ¿No dicen que la escritura cura? Pues vamos a ello.
Oda a los malos recuerdos
Hay un dicho, uno especialmente crudo. “Piensa mal y acertarás”, dicen. Creía que era falso. Sí, lo creía. No dejé que me afectara. Ni la certeza de que todo iba a salir mal ni el hecho de que cada acto, cada pequeño gesto, indicará que, efectivamente, íbamos de cabeza a un pozo.
No te lo dije ese día, pero me dolió. Me dolió el batacazo, ese contacto contra una pared metafórica. Ese que decía: “eh, al final ha pasado”. Si aguanté fue sólo porque, entre mis muchos defectos, destaca el orgullo. Orgullo herido. Orgullo tocado y hundido.
No me gustan las mentiras. No me gusta la hipocresía. Ni siquiera me gustan las medias tintas, esas frases veladas que, en el fondo, sólo significan una cosa: “te estoy mintiendo”.
El caso es que… pasó algo. Algo que me dio la razón en todas mis dudas. Ni siquiera sonreías. Las sonrisas, muchas veces, hablan por nosotras, por nosotros. Las sonrisas dicen lo que no nos atrevemos a decir con palabras. Qué pocas sonrisas vimos, ¿verdad? Qué pocas. Y qué falsas.
Me martiricé mucho. Quise convertir todo lo sucedido en una falta mía. Quise, pero no pude. Las palabras tronaban mis oídos. “Piensa mal”, decían primero; “y acertarás”, añadían, con ese tono meloso, casi jocoso.
No, no fue mi culpa. Puede que tuya tampoco, aunque aquí, lo siento, tengo mis reservas. El caso es que, en realidad, ni siquiera importa. Tú sonreías con esa falsedad pegadiza, esa que decía “esto no va a volver a pasar”. Y yo aguantaba. Aguantaba porque el orgullo me empujaba a hacerlo; porque, ¡joder!, tenía que hacerlo. Debía hacerlo. No sé qué me demostré a mí misma. Ni siquiera sé si fui capaz de demostrarte algo a ti. Lo que sí sé es que, por una vez, entendí el símil. Te hablo de un símil sencillo, ese en el que nos presentan dos trenes que van por la misma vía, pero en direcciones contrarias. Supongo que eso fuimos tú y yo.
Jodimos las expectativas. Las jodimos a base de bien. Tú las reventaste. Yo las hice estallar. Ni tu carácter, ni el mío. Ni tus gestos, ni los míos. Sólo un silencio. Uno espeso que nos sobrevolaba, susurrando todo lo que no queríamos decir en voz alta. El miedo. Qué asco de miedo, ¿verdad? La educación, el respeto y la hipocresía. ¡Qué fácil es buscar culpables, y qué mal lo hicimos todo!
Sinceramente, creo que nos lo merecíamos. Sí, nos lo merecíamos. Tú y yo. Un choque. Un solo choque que hizo estallar todo lo que tenía que estallar. Tú fuiste, tal vez por primera vez en mucho tiempo, quién de verdad eras. Yo no sé lo que fui. Ni siquiera ahora, mirándolo con mucha perspectiva, habiendo calmado los ánimos. No, no sé qué fui. No sé quién fui. Pero no me gustó. No me gustó nada.
Contrariamente a lo que puedas pensar, a lo que pueda pensar yo, no hay rencor. Ya no. Hay un vacío, una decepción profunda, una que me hace recordar las viejas palabras, esas toscas, agoreras. “Piensa mal y acertarás”. Ojalá hubiéramos pensado un poco más, ¿verdad? Ojalá hubiéramos sabido decir que no.
Te invito a que reflexiones. Me invito también a mí misma, ahora que todo se ha calmado, que las aguas han vuelto a su curso. Ahora que la monotonía lo impregna todo, sumiéndonos en ese curioso estado de somnolencia, esa acompañada de suspiros, resoplidos y bufidos. Te invito, porque te echaré de menos. Tanto que, en realidad, todavía no puedo darle un número, no puedo expresarlo con palabras. Al menos no sin caer en tópicos.
Reflexiona. Piensa qué hicimos y por qué. Tal vez llegues a las mismas conclusiones que yo. O no. Quién sabe. En el fondo, siempre seremos dos trenes a punto de colisionar. Yo levantaré la barbilla, orgullosa. Tú ladearás la cabeza, fingiéndote inocente. Entonces nos veremos las caras. Y tal vez, sólo tal vez, pensemos en las expectativas, las sonrisas que murieron antes de nacer y los silencios.