Como consecuencia del cambio de Gobierno, en estas vertiginosas semanas se han derribado algunos mitos constitucionales y se han apuntalado otros. Por vez primera ha prosperado una moción de censura al Ejecutivo estatal y se ha construido un Consejo de Ministros sobre un grupo parlamentario minoritario en el Congreso. No obstante, estas novedades no son tales en el ámbito de las Comunidades Autónomas, donde sí existen antecedentes similares. Por ejemplo, Gerardo Fernández Albor, primer Presidente elegido tras la aprobación del Estatuto de Autonomía de Galicia, fue relevado de su cargo en 1987 precisamente mediante el mecanismo de la moción de censura. Lo mismo ha ocurrido en La Rioja, Cantabria, Aragón o Canarias. Nuestro archipiélago, además, presenta desde hace legislaturas otra originalidad que afecta ahora a las instituciones centrales, con varios Presidentes del Gobierno provenientes de partidos perdedores de las elecciones o minoritarios en el Parlamento.
Lo cierto es que, ya sea por la precipitación de los recientes sucesos, ya sea por la ausencia de precedentes estatales, la salida de Mariano Rajoy y el desembarco de Pedro Sánchez en el Palacio de la Moncloa han generado una serie de reacciones que invitan a una reflexión pausada, razonada, alejada de pasiones ideológicas y de estrategias partidistas poco meditadas, sobre nuestro modelo de convivencia. Reflejando más odio que rivalidad y más enemistad que disparidad, el fantasma de “las dos Españas” planea sobre nuestras cabezas. Pero conviene recordar la existencia de valores, principios y reglas defendidos por (casi) todos y que son lo suficientemente importantes como para evidenciar ese mínimo común denominador dentro de las opciones políticas que tratan de presentarse ante el electorado como enemigas irreconciliables.
Las declaraciones incendiarias, los discursos hirientes y los tweets burlones ponen de manifiesto las brechas y el rencor acumulado en el tiempo pero, aun así, es preciso plantearse qué es lo que nos une. De lo contrario, somos un fracaso como Estado y como Nación. Cabe averiguar si, tanto las formaciones políticas con implantación en todo el territorio como el resto de ellas, están dispuestas a implicarse en un proyecto común. Si, en definitiva, comparten un núcleo sólido de coincidencia que les sirva de base para un entendimiento. O, planteado a la inversa, si están por la labor de traicionar o aparcar las reglas básicas y elementales de convivencia de toda la ciudadanía española con tal de afianzar sus cuotas de poder y satisfacer sus egos y sus objetivos particulares.
Se puede discutir sobre si dirigirse hacia una mayor descentralización u optar por la centralización. Incluso si se mantiene la monarquía o se da paso a una república. Parece que nos empeñamos en peleas por las banderas, los idiomas y las heridas pasadas al parecer no cicatrizadas. Pero lo que debería ser incuestionable es la defensa de nuestra esencia como Estado Social y Democrático de Derecho. Lo que es impensable es la negación de los valores superiores de libertad, justicia, igualdad y pluralismo político. Lo que es inconcebible es el incumplimiento de la obligación de respetar los derechos fundamentales y del compromiso de remover los obstáculos que impiden su efectividad para todos. Lo que es inimaginable es la tentación de eliminar la separación de poderes. ¿O no?
Todos los partidos, desde Podemos al Partido Popular, desde Ciudadanos al PSOE, han de compartir el conjunto de reglas esenciales y, en cierta medida, hasta presumen de ello en sus discursos institucionales. Sin embargo, se aprecia en algunos de sus comportamientos cierta tendencia a renegarlos con tal de conservar el poder o de acceder a él.
¿Respetan todos ellos la independencia judicial? ¿Acatan sus resoluciones? ¿Cumplen con el ordenamiento jurídico aunque defiendan su modificación? ¿Se preocupan por los derechos fundamentales de la ciudadanía? ¿Trabajan para lograr mayores cuotas de igualdad? Las respuestas deberían preocuparnos seriamente porque, si ese es el panorama en cuanto a lo que se supone que les une, cuál no será en lo que les separa abiertamente.
Así las cosas, este nuevo Gobierno (o el que venga después) debe afianzar dicho núcleo básico e imprescindible sobre la base de un necesario consenso mayoritario. De lo contrario, si se evidencia la farsa, que sea la ciudadanía la que comience a arrancar caretas con sus votos en las urnas y que demuestre que el electorado no tolera a quienes dinamitan o juegan irresponsablemente con lo más sagrado de cualquier sistema constitucional. Tal vez se trate de un cúmulo de ilusas elucubraciones, inviables en el tablero de ajedrez de la Política. Tal vez poco o nada nos una y nos adentremos en el desordenado y errático mundo del “qué hay de lo mío”, del “sálvese quien pueda” o del “tonto el último”. En todo caso, se nos deberá juzgar por nuestros actos y, por eso, al final tendremos lo que nos merecemos.