Puesto porJCP on Dec 6, 2012 in Autores
Al cumplirse 800 años de la batalla (16 de Julio 1212), la vemos como una derrota del totalitarismo teocrático e imperialista.
Este año de 2012, en el 800 aniversario de la batalla de las Navas de Tolosa, la efeméride está siendo, salvo algunas excepciones, tratada con la parcialidad y falta de rigor habitual en la actual historiografía oficialista y ortodoxa española, obligada a loar la política del Estado español sobre la Alianza de Civilizaciones. Esto lleva implícita la magnificación, contra la verdad de los hechos, de al-Ándalus, presentada como una sociedad paradisíaca y, de facto, celestial, en los libros de texto.
Dejando a un lado intereses políticos y beneficios materiales (en la forma de petrodólares aportados a historiadores, publicistas y periodistas por los regímenes islámicos y por las oligarquías multimillonarias de los países donde impera el islamismo de Estado), se ha de intentar comprender de modo objetivo, con autonomía respecto a la política actual y desde un enfoque ético del quehacer intelectual, el mencionado acontecimiento histórico.
La llegada de los almohades a la Península Ibérica a partir del año 1157 significó, por un lado, un episodio de invasión imperialista de aquélla; por otro, la justificación de tan luctuoso suceso a partir de una interpretación militarista y tiránica de los textos fundamentales del Islam.
Lo primero se hace obvio en la firme y duradera oposición armada que el Islam hispano opuso a los almohades, sobre todo el célebre Rey Lobo (Muhammad Ib Mardanis), en Murcia, y los gobernantes musulmanes de las Baleares. Incluso al norte de África, Túnez es el caso más conocido de resistencia a los nuevos déspotas, que usaron la religión para mejor realizar sus ansias de poder y riquezas. Es más, una de las causas de la derrota de los almohades en Las Navas fue la defección de las unidades militares andalusíes que combatían (de mala gana, e incluso forzadamente) a su lado, las cuales provenían de una población autóctona que se sentía violentada por los conquistadores norteafricanos.
Si bien los califas almohades transportaron a Hispania una enorme cantidad de tropas norteafricanas y árabes, logrando importantes victorias y realizando censurables actos de genocidio (por ejemplo, el exterminio de todo el vecindario de Talamanca de Jarama, Madrid, en 1197, por defender su libertad, lo que repitieron en otras poblaciones), conocieron también fiascos clamorosos, en particular ante Huete (Cuenca), en 1172. Empero, vencieron en la batalla de Alarcos (Ciudad Real), en 1195, aunque este triunfo no fue determinante en lo estratégico.
Es imposible entender la guerra de liberación contra el imperialismo islámico en la península Ibérica entre los siglos VIII y XIII (desde finales de éste hasta 1492 la lucha cambió de naturaleza al modificarse el carácter de las sociedades del norte) sin considerarla, ante todo, como una guerra popular, una guerra justa. En efecto, fue el pueblo/pueblos quien tenía motivos primordiales para oponerse al régimen mega-opresivo impuesto por los conquistadores musulmanes, que daba un trato terrible a las clases modestas autóctonas rurales, los llamados mozárabes, o cristianos sometidos al Islam político.
La historiografía oficial, de las élites del poder, ya desde los tiempos del obispo Rodrigo Jiménez de Rada que participó en la batalla de Las Navas al lado del rey de Castilla, Alfonso VIII, ha ocultado o minimizado la decisiva función de las fuerzas populares, de las milicias concejiles, en la resistencia al imperialismo islámico en Iberia. Lo mismo hace la historiografía actual. El citado prelado, en “Historia de los hechos de España”, relega a un segundo plano la función de las milicias populares en la batalla e incluso zahiere e insulta a sus integrantes, lo que era de esperar tras su servil loa de Alfonso VIII, un sujeto con poco seso, como había demostrado en Alarcos, batalla perdida probablemente porque se siguieron sus desatinados enfoques, y no, como era habitual, los del comité de adalides de las milicias concejiles.
Por todo ello se exagera muchísimo la significación de la batalla que estudiamos, cuya importancia fue bastante menor de lo que suele afirmarse, para guardar un casi universal silencio, o en el mejor de los casos un desdeñoso ninguneo, sobre la guerra popular que libró el pueblo, organizado en el régimen concejil, comunal, cooperativo, consuetudinario y foral de las villas y ciudades con sus aldeas y caseríos. Una muestra es la legendaria ejecutoria de las milicias populares abulenses, dirigidas durante 26 años por el gran estratega Sancho Jiménez, hasta ser derrotado y muerto en 1173 por los almohades, que fue más decisiva que la victoria de Las Navas de Tolosa para eliminar el régimen teocrático, hiper-patriarcal, terrateniente, esclavista, ecocida, monetizado, despiadadamente represivo y militarizado de al-Ándalus.
Por ejemplo, Sancho Jiménez en 1158 derrotó cerca de Sevilla al gobernador militar almohade de ésa ciudad. En verdad, si no es por la llegada de los almorávides primero, a partir de 1086, y de los almohades después, al-Ándalus se habría desmoronado a finales del siglo XI, una vez que Toledo se pasó sin lucha a Castilla en 1085, por efecto de la neta superioridad de cosmovisión, política y ética de la sociedad concejil, de la presión de las milicias populares del norte y la hostilidad del campesinado sobre-explotado por las elites teocráticas andalusíes en su interior.
No hay que olvidar la formidable rebelión campesina de la primera mitad del siglo X, dirigida por Omar Ibn Afsún, que estuvo a punto de derribar el califato de Córdoba, la cual tuvo su propia sede, en Bobastro (Málaga). Tal alzamiento fue el mayor de la Edad Media Alta y Central europea, y mide el grado asombroso de violencia y explotación que padecía la rural gente en al-Ándalus, lo mismo los musulmanes pobres que los cristianos y judíos.
Sancho Jiménez era el adalid, o jefe militar elegido por el pueblo, de las milicias del Concejo de Ávila, una institución democrática, asamblearia y colectivista, que agrupaba a todas las mujeres y hombres de la villa y tierra de Ávila, la cual designaba cada año a quien debía mandar la poderosa tropa popular, formada por el vecindario en armas combatiendo a pie y a caballo, un hombre por cada casa. Las milicias populares, concejiles, o municipales, estaban en todas las villas. Famosas fueron las de Toledo, Escalona, Madrid, Atienza, Huete, Segovia, Medina, Hita y tantas otras poblaciones, además de las ya citadas, de Ávila.
En las Navas de Tolosa, las milicias concejiles ocuparon los lugares de más riesgo y aplastaron a las tropas almohades y sus aliados. Las mesnadas reales y señoriales eran, para esa fecha, una fuerza de poca significación numérica y no mucha eficacia, además de estar trabadas por su admiración secreta hacia el régimen político andalusí, al no tener el pueblo en él ninguna libertad. Aún menor era el potencial militar de las Órdenes Militares que, como demuestra Carlos de Ayala en su conocido libro, fueron insignificantes hasta finales del siglo XIII.
En la batalla de las Navas se dieron particularidades que reflejan la naturaleza concreta de la guerra popular contra el imperialismo andalusí. Cuando los “cruzados” de allende los Pirineos pretenden perseguir a los judíos en Toledo, todo el pueblo se arma para defenderlos, lo que contrasta con el rudo antisemitismo almohade. Cuando tan fastidiosos como inútiles (militarmente) sujetos proponen exterminar a los musulmanes que deponen las armas en las poblaciones tomadas entre Toledo y Las Navas la unánime respuesta hispana es que el pueblo no conoce de diferencias religiosas, y los vencidos son tan pueblo como la parte popular de los vencedores, de manera que tiene derecho a la vida, a la libertad y a conservar sus bienes.
Ya casi en el escenario de la batalla, un pastor indica a los combatientes por la libertad cómo atravesar Sierra Morena por un paso secreto, lo que les permite ocupar posiciones favorables para el dramático choque armado de Las Navas. En ello ha de verse el firme y multisecular apoyo de la rural gente a los pueblos libres del norte, al ser la victima sempiterna del Estado, el alto clero islámico y la todopoderosa clase terrateniente andalusí.
El desenlace de la batalla fue la consecuencia del abandono de las tropas andalusíes hispanas, del empuje formidable de las milicias concejiles, de la hostilidad de buena parte de los demás combatientes islámicos hacia sus jefes, por ejemplo, de los varones negros brutalmente atados con argollas a estacas, esclavos que se supone defendían la tienda de Al Mumin, el califa almohade, y del apoyo popular rural al ejército anti-almohade. Eso llevó a la victoria, diga lo que diga en su citada obra el obispo Jiménez de Rada.
El fenómeno almohade, para su caracterización conforme a categorías de nuestro tiempo, se ha de equiparar al islamofascismo, denunciado por autores diversos, desde Christopher Hitchens a Sami Naïr. Islamofascismo fue también la ideología que guió a los jefes religiosos de Marruecos que reclutaron tropas para Franco. Islamofascismo es la fuerza que hoy, en Túnez y sobre en todo Egipto, intenta ahogar los logros de la “primavera árabe” de 2011. Quienes resisten a estas renovadas expresiones de fascismo, sea cual sea su religión o su descreencia, son herederos de quienes pelearon en Las Navas, y vencieron, un caluroso día de julio del ya lejano año de 1212.
Félix Rodrigo Mora