Comienza el curso escolar y parece que una nueva etapa también lo hace, teñida por la incertidumbre ante la evolución de una pandemia que a duras penas nos está permitiendo hacer algo parecido a una vida normal.
Claro que esto va por barrios. Como en todas las situaciones los ricos atraviesan por esta pandemia en mucho mejor condición que los pobres, quien, de modo invariable, soportan las consecuencias de esta crisis con un grado mucho mayor de sufrimiento que los primeros. Es su destino.Los elevados contagios por el virus en nuestro país responden a complejas condiciones estructurales, generadas cultural e históricamente durante décadas. Lo fácil es culpar de la situación a la incompetencia de nuestros gobernantes o a la insensatez de los ciudadanos pero todos sabemos que no es tan sencillo. Por supuesto que ha habido fallos en la gestión política de la pandemia, y claro que hay comportamientos incívicos, pero ni unos ni otros son la causa principal de la situación. Son simplemente dos factores más, probablemente inevitables, que han contribuido a generar un problema que tiene sus raíces en el entramado intersistémicoentre la estructura productiva, familiar, cultural y demográfica de nuestro país.
Del mismo modo, la incapacidad de nuestro país para proteger a los ciudadanos más vulnerables, evitando que soporten, en un grado desproporcionado, la carga de las consecuencias económicas y sociales de la pandemia no responde a un análisis sencillo. Los sistemas públicos de protección social se han desarrollado de una manera muy insuficiente, acumulando un gran número de déficits y problemas que les hace muy ineficientes para proteger las situaciones más problemáticas.
Creo que detrás de este insuficiente desarrollo hay unas fuertes razones culturales. El pobre, el viejo, el enfermo, el dependiente… forman parte de lo que llamamos sectores no productivos de la sociedad y eso hace que se les perciba como una carga y un gasto que como conjunto no hemos de asumir. Así, la protección social todavía recae más sobre la responsabilidad familiar que sobre un verdadero compromiso público, pues éste se asienta en unos derechos sociales que se construyen con tantas precauciones que terminan por hacerse inefectivos.
Por otra parte, todavía subsiste la ideología de que es la filantropía o la caridad quien debe ocuparse de esas situaciones y en todo caso, siempre queda al final ese Sistema de Servicios Sociales como esa red residual que amortigua (tarde y mal) los peores efectos de las mismas.
El caso del Ingreso Mínimo Vital es paradigmático. Lo que tenía que suponer el inicio de una política de garantía de ingresos que protegiera a la población vulnerable de los efectos económicos sociales de la pandemia se ha convertido en un complejo trámite burocrático ineficaz y con unos efectos perversos difíciles de revertir.
La construcción y desarrollo de esta medida responde a un modelo ideológico que creo que es mayoritario en la sociedad. Más allá de algunas extrañas burbujas, (ahora que están tan de moda), el conjunto de la sociedad piensa que, en el fondo, los pobres no merecen esas ayudas. En la atribución sobre la responsabilidad individual de la situación de pobreza se percibe a quien la padece como alguien indigno y no merecedor de ayuda, un aprovechado a quien hay que poner cuantas trabas sean posibles para acceder a la misma.
Esa es la razón por la que no se construye un Sistema de Garantía de Rentas. Una aclaración al margen: la clave está en la palabra “garantía”, no en la “renta”, esto es, ese sistema debe trabajar proactivamente para que todos los ciudadanos tengan garantizadas sus necesidades más básicas y que no se limite a diseñar convocatorias para que los ciudadanos que precisen ayuda se vean sometidos a una especie de carrera indigna para conseguirlas. Os invito a consultar al respecto mi antigua entrada "El corral".
Un Sistema de Garantía de Rentas que impulse y coordine con el resto de sistemas el acceso universal a los mismos (necesidades de vivienda, necesidades para el acceso a la educación, o la sanidad…) y que defina con claridad sus competencias con las del Sistema de Servicios Sociales.
Suponiendo que quede algo de éste último, claro. Porque la pandemia ha terminado de poner al descubierto la principal función del mismo. Proporcionar prestaciones económicas a quien ve comprometidos, por las causas que sean, sus medios de subsistencia. Dar dinero a los pobres, vaya, disfrazando con un lenguaje técnico tan confuso como inadecuado lo que no es sino una forma de neolimosna con la que se responde a la principal demanda del sistema:dinero para sobrevivir.
Es francamente curioso lo fuerte de ese papel residual que ocupa el Sistema de Servicios Sociales respecto al resto de sistemas. Ese rimbombante título de la "ultima red de protección social de las personas", con el que algunos denominan al sistema, no esconde otra cosa en realidad que permitir que el resto de sistemas puedan no garantizar sus prestaciones al conjunto de la población y haya grandes grupos de la misma (los más débiles, naturalmente), que sean expulsados de los mismos para que sea el Sistema de Servicios Sociales quien haga lo que los primeros no quieren hacer. Al fin y al cabo, es el Sistema de Servicios Sociales quien se ocupa de los pobres ¿no?
Esta perversa dejación de funciones, sostenida por esas derivaciones hacia servicios sociales que durante tanto tiempo hemos consentido, la hemos visto en muchas ocasiones: en Sanidad, en Vivienda, en Educación, en Empleo... Lo que no esperaba es que cuando parecía que se avanzaba en ese Sistema de Garantía de Rentas con ese importante paso del IMV, la historia se volviera a repetir. y tuviéramos que seguir dedicados en Servicios Sociales a paliar lo que el IMV no garantiza: la supervivencia de las personas.
Salir de ese arraigado papel residual es muy complicado, pues supone una redefinición global de la política social que no estamos en condiciones de asumir todavía. La otra opción es asumir el encargo social y definir las cosas dentro del sistema con más claridad, adaptando las estructuras y prestaciones del sistema a esa residualidad que se nos impone y a esos sectores de población empobrecidos, desvalidos o improductivos que el resto de sistemas no van a atender. El sistema debería variar más hacia una especie de gestoría para pobres, que se limitase a asumir las prescripciones y derivaciones del resto de sistemas y a tramitar los recursos que ellos determinen.
Ambos caminos son difíciles. Con el primero se garantizaría que los grandes problemas sociales se abordaran transversalmente por toda la política social y permitiría al Sistema de Servicios Sociales abordar los problemas relacionales y convivenciales de la sociedad de una forma mucho más funcional.
Con el segundo se produciría una redistribución de los recursos entre los diferentes sistemas clarificando las funciones y destinatarios de cada uno de ellos, y para el Sistema de Servicios Sociales supondría resolver ese insoportable deslizamiento de contexto que supone el pretender definirse de una manera e identificarse en la práctica de forma contraria a esa definición.
El problema es que, mientras lo discutimos, los que pierden son siempre los mismos.
Cuando cesó el confinamiento, el Gobierno diseñó una campaña institucional: "Salimos más fuertes". Cuando salgamos de esta crisis pandémica, sin duda, el lema será: "Los ricos salimos más ricos y los pobres... más pobres".
¿Apostamos?