A pocos días de la reforma de la negociación colectiva, suena como ruido de fondo el run-run amenazante, cada vez un poco más ronco y fuerte, de desligar salarios de inflación y ligarlos a la productividad o vaya usted a saber a qué, que la productividad es un concepto muy relativo. Las grandes empresas se lo han aplicado con gran éxito a sus ejecutivos y, lejos de tener como referente a la inflación, sus salarios han crecido alegremente. En 2010, la media de los 540 consejeros ejecutivos y altos directivos de las empresas del Ibex-35, las más capitalizadas, cobraron (el siguiente enlace puede herir su sensibilidad) una media superior al millón de euros. Pero eso es sólo la punta del iceberg, a la que sigue todo un mundo submarino de altas remuneraciones basadas en la tradición.
A mí me parecería muy bien que todos pudiéramos cobrar sueldos parecidos. Supondría una gran medida de ahorro, en cuanto desligaría sueldos de inflación, que parece ser el gran mal de nuestra economía. Pero claro, generalizar la medida sería contraproducente, los mercados huirían de nosotros, que es su forma de ataque, y los ‘cien economistas’ se suicidarían en bloque. Los privilegios sólo funcionan si son en minoría, de ahí que las empresas se resistan a que los accionistas voten el sueldo del consejo y conozcan sus remuneraciones. Las comparaciones serían odiosas y se entiende que ligar sueldos a inflación sea considerado casi un insulto según para quién.
Aunque, ¿cómo medir la productividad de un capital humano, antes encumbrado a clave del éxito empresarial, y ahora denostado a mera fuerza de trabajo bruta, intercambiable, vapuleada y con sus ya escasos derechos como rémora del pasado? Si no hace mucho ser mileurista era signo de precariedad, tanto recorte lo ha convertido en un privilegio al que muchos, cada vez más, ni llegan. Hoy, los salarios parecen más ligados a la miseria, que esta sí que es flexible.