La pelea se presentaba desigual. David contra Goliat; el púgil más grande de la historia contra el entusiasta aspirante; Cassius Clay -conocido como Muhammad Ali tras su conversión al islamismo- contra Oscar Ringo Bonavena. Aquella noche del 7 de diciembre de 1970, el gélido ambiente exterior contrastaba con el calor que se vivía dentro del Madison Square Garden de Nueva York, el más majestuoso escenario que se podía imaginar para un combate que ponía en juego el título mundial de los pesos pesados. El argentino, fiel a su estilo, no dudó en provocar a su rival los días previos, retándole de manera descarada (“I Kill you!”), y llamándole gallina por no ir a la guerra (“Chicken, chicken, Vietnam”, le decía, pendenciero).
Con las apuestas 10 a 1 en su contra, Bonavena, todo pundonor, llegó a tumbar a Alí y soportó estoicamente 14 rounds en pie antes de ceder en el decimoquinto tras “una muestra de coraje pocas veces vista”, como admitiría, casi sin aliento, el más grande boxeador de todos los tiempos. Ringo le llevó al límite. Todavía se habla de aquel combate en el mundo del boxeo, un combate que paralizó el país argentino. Fue el momento cumbre de la carrera de nuestro protagonista, quien sin llegar a ser nunca campeón del mundo (le tocó enfrentarse a algunos de los más grandes de la historia en los pesos pesados: Muhammad Ali, Joe Frazier, Floyd Patterson, Jimmy Ellis…) dejó una profunda huella por su coraje, su peculiar personalidad, sus ocurrencias y excentricidades.
Su figura trascendió ampliamente el mundo del pugilismo, especialmente en su Argentina natal, donde era mucho más que un ídolo. Porque hay que tener mucha personalidad para ponerse el apodo a sí mismo; un buen día decidió que se haría llamar Ringo, como su admirado Ringo Star. Su trayectoria como boxeador profesional se saldó con 58 peleas ganadas (44 de ellas por KO), 9 perdidas (casi todas contra campeones o ex campeones mundiales norteamericanos) y un empate. Pese a que no pudo derrotarles, siempre plantó cara a los más grandes a base de coraje, pundonor y temeridad, sin miedo a nada. Sería una constante en su vida… y también en su muerte.
Los golpes de la pobreza
Oscar Natalio Bonavena nació el 25 de septiembre de 1942 en el barrio de Boedo (Buenos Aires), robusto, rotundo –más de cuatro kilos de peso-, anunciando ya el poderío que iba a mostrar a lo largo de toda su vida. Fue el octavo hijo de los nueve que tuvieron Vicente Bonavena y Dominga Grillo, cabezas de una familia muy humilde que en ocasiones rozó la pobreza. “Una vez tiré de la cadena y se cayó el depósito, de puro podrido”, recordaría el púgil años después.
Fue un niño “callejero y peleador”, según sus propias palabras. Curiosos fueron sus primeros contactos con el mundo del boxeo, vía Carnaval, siendo todavía un chaval. La pobreza, en este caso, le pudo mostrar el camino: “Siempre me disfrazaban de boxeador porque era lo más barato; desnudo, con un pantaloncito y un par de guantes prestados por un vecino”. Siendo un adolescente su familia se trasladó de barrio, llegando a Parque Patricios, donde se convirtió en un incondicional del Club Atlético Huracán. Dejó pronto la escuela, en sexto grado, y realizó diversos trabajos para ganar algo de dinero: repartidor de pizzas, ayudante en una carnicería, picapedrero…
A los 16 años ya había decidido que su destino estaría en el ring; en 1959, con 17 recién cumplidos, se proclamó campeón amateur de Argentina. A principios de los 60 se inició como boxeador profesional y –tras una derrota en su primer combate- pronto cosechó los primeros éxitos, logrados con un estilo valiente y agresivo, voraz como una fiera. El mismo estilo agresivo, en definitiva, que le jugó una mala pasada en 1963, durante los Juegos Panamericanos, y que a punto estuvo de costarle su carrera profesional. Furioso por la paliza que le estaba propinando el norteamericano Lee Carr, le mordió el pecho en pleno combate.
Fue descalificado y duramente castigado por la Federación Argentina. “Pero yo no era tipo de rendirme –recordaría años después-, y me fui adonde estaban la guita y la gloria, a Estados Unidos”. Viajó casi con lo puesto, acompañado de su hermano José, con unos pocos dólares en el bolsillo y una carta de recomendación del representante Tino Porzio. Pronto destacó en Nueva York por su pegada y capacidad para asimilar golpes, puro coraje. Así fue como cautivó a todos los amantes del boxeo y como consiguió hacer fortuna en este duro deporte. En esta época ya se hacía llamar Ringo.
De la nada a la leyenda
La vida le cambió la noche del 4 de septiembre de 1965, en Buenos Aires, cuando pasó en apenas unos minutos “de la nada a la leyenda”. Se enfrentaba al campeón argentino de los pesos pesados y gran ídolo local, Gregorio Goyo Peralta, quien años atrás había protagonizado un gesto de desprecio hacia un entonces desconocido Bonavena. Herido en su orgullo, se dedicó las semanas previas al combate a provocar a su rival: “Qué me traigan a Peralta, que le arranco la cabeza”, decía quien ya gozaba de una bien merecida fama de fanfarrón. La expectación era máxima en todo el país y el ambiente se caldeó hasta límites insospechados. 25.236 personas abarrotaron el Luna Park; otros muchos se quedaron fuera, sin entrada.
Bonavena subió al ring entre una gran pitada (la mayora del público se había puesto del lado del entonces campeón), y lo abandonó 18 minutos después de comenzado el combate entre una colosal ovación, tras haber derrotado por KO, con un golpe seco y poderoso de izquierda, a Peralta. “No te tomes en serio mis insultos, fueron para promocionar la pelea”, le dijo el nuevo campeón nacional cuando se encontraron en los vestuarios. “Lo único que te pido –le dijo el derrotado- es que seas un campeón en serio, arriba y abajo del ring”.
Como escribió entonces el periodista deportivo Ulises Barrera, autor de numerosas crónicas pugilísticas, “en dieciocho minutos y con un solo golpe, ese boxeador tosco, desmañado, sin técnica, con esos pies planos que le obligan a un andar de oso, pero a puro coraje, pasó del odio al amor, y de la nada a la leyenda”. Días después de su victoria, fue al estadio de Huracán a recibir un homenaje de la hinchada del club de sus amores, con vuelta al campo olímpico incluida. Aquel día nació la famosa copla que le recordaría para siempre: “Somos del barrio / del barrio de La Quema / Somos los hinchas / de Ringo Bonavena”.
Bonavena siguió boxeando con éxito en el país de las barras y estrellas, lo que le llevó a verse las caras con frecuencia contra los mejores. Venció al campeón canadiense George Chuvalo, al alemán Mildenberger, y combatió dos veces contra el gran Joe Frazier. En la primera de ellas, en septiembre de 1966, le tumbó en dos ocasiones; sin embargo en la segunda, dos años después, con la corona de los pesos pesados de la World Boxing Association en juego, no tuvo opción alguna. Pero su combate más importante, como ya hemos recordado, tuvo lugar en diciembre de 1970, en el Madison Square Garden de Nueva York, cuando puso en jaque al mito Muhammad Ali.
Desde que empezó su exitosa carrera como boxeador, el dinero entró a borbotones en su cuenta corriente. Tras años de pobreza y privaciones, empezó a desarrollar un gusto irrefrenable por el lujo: una mansión, los coches más exclusivos, suites en los mejores hoteles, relojes de marca, joyas y objetos de oro, una inmensa colección de trajes a medida, puros habanos, los más caros perfumes… Por aquel entonces, Ringo ya estaba casado con Dora Raffo, y tenía dos hijos. Su popularidad era tal que llegó a actuar en tres películas (Los chantas, Pasión dominguera y Muchachos impacientes), e incluso se atrevió a grabar –con entusiasmo infantil, pese a su voz aflautada- una canción de ínfima calidad pero que se convirtió en todo un éxito popular: Pío, Pío, Pá. Era un auténtico ídolo de masas, también fuera del ring. Carismático como ningún otro deportista de la época, supo ganarse el corazón de los argentinos.
Contactos con la mafia
Sincero hasta el extremo, despreocupado, demasiado inocente en ocasiones, su franqueza desmedida -tal como lo pensaba lo decía-, le jugó malas pasadas en la vida, especialmente por denunciar amaños en las peleas. En 1969 dijo haber participado en algunos combates con resultado previamente convenido, y por esas declaraciones (que no eran en absoluto una sorpresa en aquella época) fue boicoteado por una gran mayoría de empresarios de este deporte.
En más de una ocasión criticó duramente al establishment del boxeo, especialmente a algunos organizadores de combates con pocos escrúpulos. “En este último match con Frazier me hicieron saber que iban a sobornar a los jurados para beneficiarme –escribía en 1969 tras pelear con el norteamericano-. Sólo querían que el combate durara los quince rounds para beneficio de los organizadores por las tandas publicitarias de la televisión. Detrás de todo esto se mueve un mundo de apostadores que buscan contactos no muy limpios que les permitan asegurar inversiones”.
Tras haber alcanzado la cúspide en el combate con Muhammad Ali, la carrera de Bonavena pareció entrar en una cuesta abajo, convirtiéndose en un trotamundos del boxeo. A principios de febrero de 1976 -tras una temporada boxeando en su Argentina natal, en Hawai, y en Italia-, regresa a Estados Unidos, en concreto a Nevada, donde tenía firmadas varias peleas con el promotor puertorriqueño José Montano. Pero entonces se cruza en su camino una persona que marcaría de manera decisiva los últimos meses de su vida.
Quiso el destino que Montano vendiera el contrato de Ringo a un hombre de Las Vegas de 53 años, de origen siciliano, relacionado con la mafia, los casinos y la prostitución. Joe Conforte regentaba junto a su esposa Sally el lujoso burdel Mustang Ranch en Reno, Nevada. En aquel insólito lugar disputaría Bonavena su último combate, en febrero de ese año, ante el mediocre boxeador Billy Joiner, al que sólo pudo derrotar por puntos. Aquella pelea dejó muy mal sabor de boca al campeón argentino: “Nunca me sentí tan mal en la vida –le contó entonces a su esposa Dora-. La gente cenaba, se reía y nosotros nos peleábamos; parecía el circo romano. Yo no quiero esto, quiero una pelea grande, en serio, no sé qué carajo hago acá”.
Los últimos días de Bonavena
Llegó a Reno acompañado de un manager, pero pronto rompió con él por desavenencias profesionales. Entonces, firma un nuevo contrasto profesional con Sally Conforte, quien pasaría a ser su manager oficial (su marido no podía serlo al haber estado cinco años en prisión). Ella rondaba los 60 años, tenía sobrepeso y una cojera que le había dejado un accidente automovilístico. Firmaron un contrato por dos años por el que Bonavena recibía 7.000 dólares y se comprometía a pagar el 10% de su bolsa a Conforte; además, Sally le regaló 3.000 dólares de su propio bolsillo. En esos meses le hablaron de pelear contra Muhammed Ali en Guatemala, contra el español Urtain, contra Ken Northon en Las Vegas… pero al final, por un motivo o por otro, ninguno de estos combates llegó a concretarse.
Ringo y Sally se llevaron bien desde el primer día. Pasaban mucho tiempo juntos, se hicieron muy amigos –demasiado, según el boca a boca de la ciudad-, y eso disparó todo tipo de rumores y la ira del mafioso. Y entonces empezaron los problemas. Posiblemente Ringo, el hombre que a nada temía, no calculara bien el riesgo en esta ocasión. Una vez, con motivo de una gran fiesta en el Mustang, le dijo a varios invitados: “Bienvenidos, espero que les guste mi lugar”. Cuando Joe se enteró fue directo hacia él: “Con mi mujer haz lo que quieras, pero no te metas en mi negocio”. Y no hablaba en broma.
Entre el 15 y el 20 de mayo se producen varios incidentes y amenazas entre Ringo y los guardaespaldas de Joe Conforte que ya hacían presagiar lo peor. El boxeador decide regresar a su país y llama a su mujer para anunciarle que el domingo 23 volaría de vuelta a Buenos Aires; “pero me dijo que antes tenía una cosa que arreglar y que no avisara a nadie”. Según reconocería después Dora Raffo, “se le notaba muy preocupado y me rogó para que rezara por él”. Lo que Bonavena quería recuperar era la copia de su contrato.
Con esa finalidad, y tras recibir una llamada al casino donde solía ir a jugar unos dólares, volvió la madrugada del sábado 22 al Mustang Ranch, donde ya tenía prohibida la entrada. Hacia las 6:15 de la mañana caía abatido en las inmediaciones del prostíbulo por los disparos de un fusil que empuñaba Williard Ross Brymer, guardaespaldas y hombre de confianza de Joe Conforte. Una bala le había destrozado el corazón. Brymer –quien tenía un ojo de cristal- solo pasó 15 meses en prisión por este asesinato ya que le condenaron por homicidio involuntario (en el juicio alegó que no tuvo intención de matarle y que sólo pretendía ahuyentarle).
Sea como fuere aquella bala ponía punto y final, a los 33 años, a la vida de Oscar Ringo Bonavena. Días después sería sepultado en el cementerio de Chacarita, en Buenos Aires, entre continuos llantos y muestras de dolor de una multitud. 150.000 personas acompañaron su cuerpo y cubrieron el féretro de claveles rojos. En Argentina sigue siendo todo un mito. La tribuna local del Club Atlético Huracán y una calle de Buenos Aires llevan su nombre como homenaje; además, una estatua de tres metros de altura le recuerda en Parque Patricios, lugar que le vio nacer y soñar. “Somos del barrio / del barrio de La Quema / Somos los hinchas / de Ringo Bonavena”. 37 años después de su muerte, cuando gana Huracán, sigue sonando este cántico en las calles de Parque Patricios.