Cuando la cartelera otorga un respiro, muy a menudo en estas fechas, me permito la pequeña licencia de recomendar joyas del cine atemporal, y en esta ocasión echo la vista sobre el enorme éxito Río Bravo de Howard Hawks, un sabio de esto y gran artesano de Hollywood. Comenta el admirado Quentin Tarantino siempre que tiene ocasión que esta es una de sus tres películas preferidas, y no es afirmación para tomar a la ligera teniendo en cuenta el grado de cinefilia que posee; y el caso es que comparto con él este aprecio por una película que tiene todos los elementos para satisfacer al espectador, un trabajo que resultó en 1959 un bombazo de público y que con los años y la perspectiva acabó ganando también a la crítica, a veces con complejo de deidad y ridículamente obsesionada con desmarcarse de “lo comercial”. El caso es que su argumento, salvando diferencias estilísticas, parece primo hermano del de una película de Tarantino de esas de pasarlo en grande con una cerveza y bol de palomitas. El gran John Wayne interpreta a un sheriff “fuerte y formal” (en esta ocasión aparcamos lo de feo porque hay romance) que en cumplimiento de su deber arresta por asesinato al hermano de un rico y peligroso cacique local. Con la sola ayuda de dos ayudantes, un viejo gruñón y un amigo caído en el alcoholismo tras un desengaño amoroso, así como el posterior apoyo de un joven pistolero misterioso tienen que atrincherarse una semana a la espera de los marshalls. La aventura está más que servida.
Pero ante todo esta es una cinta de actores y de personajes, puesto que lo cuidado de la construcción de los mismos hace que los conozcamos, que nos metamos en sus pieles y que los apreciemos como algo más que tipos vestidos de vaqueros. El acierto del casting reside en los otros dos lados de este triángulo equilátero; porque John Wayne era de esos actores que adoraba la cámara y que sepultaba con su presencia a sus compañeros de reparto, y resulta meritorio que tanto Dean Martin como Ricky Nelson, dos cantantes en la cresta de la ola metidos a actores, solventaran con oficio y buena nota la papeleta. Ello no nos priva de unos planos tributo al “Duke”, con su soberana planta en segundo plano dentro del fotograma-postal, de verle empuñar un rifle como lo hacía o de usar por última vez el sombrero que usó siempre desde 1939 en La diligencia (Wayne hizo posteriormente más westerns, claro está, pero dicha prenda mítica ya no sobrevivió a más trotes).
En lo técnico, Hawks impecable y personalísimo, con secuencias estudiadas al milímetro, acción fluida y diálogos con protagonismo propio, con chica dura de voz grave (radiante Angie Dickinson) o esas discusiones de frases solapadas marca de la casa incluidas que han sido ejemplo de estudio académico posteriormente.
Historia pues aúna aventuras, lucha contra tus demonios interiores (maravilloso contrapicado de la visión del personaje de Martin desde el suelo del magistral principio sin diálogos de la película), grandes dosis de humor y sentimiento de camaradería ante el hostigamiento exterior. Y como guinda para la memoria el momentazo “My rifle, pony and me” de los compañeros cantando mientras esperan para la batalla protagonizado por Martin y Nelson, dando paso a un tono más roquero del segundo. Una delicia para pasarlo como enanos con cine del que ya casi no se hace.
Dirección: Howard Hawks. Año: 1959. País: USA. Duración: 141 min. Intérpretes: John Wayne, Dean Martin, Ricky Nelson, Angie Dickinson, Walter Brennan, Ward Bond, John Russell, Pedro González González, Estelita Rodríguez, Claude Akins, Malcolm Atterbury, Harry Carey Jr., Bob Steele. Guión: Leigh Brackett & Jules Furthman (Historia: B. H. McCampbell). Música: Dimitri Tiomkin. Fotografía: Russell Harlan.