Revista Cine

Robin Hood en los pantanos: Los hombres libres de Jones (Free State of Jones, Gary Ross, 2016)

Publicado el 16 noviembre 2020 por 39escalones

Robin Hood en los pantanos: Los hombres libres de Jones (Free State of Jones, Gary Ross, 2016)

Esta película de Gary Ross ejemplifica muchas de las actuales carencias del cine de Hollywood cuando aspira a erigirse, a contracorriente de sí mismo, en algo más trascendente y solemne que la mera explotación comercial que le es propia y busca convertirse en promotor de valores o, más especialmente, en conformador y moldeador de la moral pública imperante. Es decir, cuando olvida que, en palabras de  Truffaut, el cine es un arte indirecto (del subtexto, de la sugerencia, de la alusión, de la elipsis, del fuera de campo, de la proyección mental…) y se lanza a regodearse en el extremo contrario, en lo explícito, en el subrayado moral y sentimental, en aburrir contándolo todo y mostrando muy poco, y por tanto hace de su discurso un manifiesto expreso destinado a un público en cuya inteligencia, cultura y sensibilidad no se confía en absoluto porque se le tiene por mero busto con ojos limitado a su capacidad motriz de sacar el dinero de la billetera y comprar una entrada. Producto, como otros cacareados e insolventes títulos “antirracistas” de su misma hornada, de la coyuntura su tiempo, la sustitución del presidente Barack Obama, la mejor campaña de marketing de la política estadounidense desde los tiempos de John F. Kennedy, por el ultraconservador Donald Trump, hasta cuyo mandato nadie pensaba que pudiera haber un presidente más tonto que George W. Bush, la película insiste en ser un dedo gigantesco que, con un hecho histórico como premisa, señala cuál debe ser el camino moral de la sociedad norteamericana del momento de su estreno respecto al racismo y las torturas policiales a ciudadanos negros, con una elaboración del pasado que se ciñe a tratar de contentar y reconfortar al espectador “progresista” del presente.

Así, el argumento parte de un hecho real acaecido en el condado de Jones (Estado de Mississippi) durante la Guerra de Secesión estadounidense para acometer de manera bastante insuficiente la excesiva tarea de retratar la historia racista de los Estados Unidos (en exclusiva, respecto de los negros) en los territorios de la Confederación, desde la esclavitud al Ku Klux Klan, la lucha por los derechos civiles de los años sesenta del siglo XX y, ahora sí, fuera de campo, el contexto sociopolítico del momento de su rodaje y llegada a las pantallas. La película señala los distintos episodios de injusticia, explotación y crueldad con ánimo didáctico y reivindicación moral, abarcando demasiado, intentando contarlo todo sin llegar a contar bien nada, y reduciendo a mero pretexto el acontecimiento histórico real en que se basa, la figura de Newton Knight (Matthew McConaughey). Granjero sureño reconvertido en enfermero del ejército confederado, harto de ver morir a soldados de extracción humilde en una guerra motivada por los intereses de los ricos terratenientes, Knight decidió desertar y, junto con un grupo cada vez mayor de otros desertores y esclavos evadidos de sus plantaciones, dirigió desde los inaccesibles pantanos de su territorio una oposición armada a los Confederados que desembocó en la creación del Estado Libre de Jones, que buscaba servir de cabeza de puente al ejército de la Unión en su ocupación del Sur. Emparejado con una esclava (Gugu Mbatha-Raw), creó así una comunidad interracial de intereses muy controvertidos cuya historia finalizó con el fin de la guerra, la victoria de la Unión y la instauración de un sistema que convertía la antigua esclavitud en una situación de facto, aunque (en teoría) no de iure, en la que pocas cosas cambiaron para los ahora ciudadanos negros, que se mantuvieron en los estratos más bajos de la pobreza y se vieron además hostigados continuamente por las organizaciones racistas cuyas actividades se consentían, y a veces se alentaban, desde las instituciones nuevamente controladas por los derrotados de la Confederación.

El guion de Gary Ross, que desarrolla una historia de Leonard Hartman, reduce toda esta premisa a una mera traslación al universo de la Guerra de Secesión de la leyenda de Robin Hood: Newton es el líder de un grupo de proscritos cuyo Sherwood son los pantanos de Mississippi; cuenta con su Marian, su Little John, su Will Scarlett y su fray Tuck; el confiscador de bienes del ejército actúa como Guy de Gisborne, y el coronel que controla militarmente la zona funciona como el gobernador de Nottingham; no se trata tanto de robar a los ricos (que también) para darle el producto del robo a los pobres, sino proteger a estos del hambre y las privaciones a las que se ven sometidos a causa de las continuas requisas de un ejército confederado que se aproxima inexorablemente al colapso y la derrota. Y, como ocurre en las distintas adaptaciones de la leyenda de Robin Hood, todo esto pasa por los asaltos constantes, los infructuosos intentos de las tropas de acceder al bosque/pantano para derrotar a la banda de proscritos, la oferta de recompensa por la entrega de Knight y sus compañeros, la salida de estos de su protección para dar pequeños pero dolorosos y decisivos golpes de mano (incluido el disfraz y el ataque en una ceremonia solemne, un funeral en este caso) al adversario y, finalmente, la proclamación de una Arcadia feliz a la espera de que el rey Ricardo, o su encarnación en el general nordista Sherman, llegue para imponer la autoridad, la paz y la concordia. Esto, que ya supondría en sí mismo una clara indigencia argumental, se ve complementado con fotografías y rótulos que van señalando distintos hitos en la consideración que han tenido (más bien sufrido) los negros a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX en el Sur de Estados Unidos, y con un incomprensible, innecesario y banal salto argumental, dramático y temporal a 1964, al juicio penal que se sigue contra un descendiente de Knight y de su amante esclava, de apariencia blanca pero poseedor, por esa descendencia, de un octavo de “sangre negra”, por vulnerar las leyes antirraciales de Mississippi al contraer matrimonio con una mujer “cien por cien blanca”. Por si fuera poco, de las dos horas y veinte minutos de metraje, se dedica una buena parte a reflejar el estado de la situación una vez ya finalizada la guerra, los problemas de los negros para ejercer sus derechos civiles y políticos y la tiranía que los racistas siguen ejerciendo sobre ellos ante la indignación de Jones y sus antiguos camaradas, ya reconvertidos en ciudadanos pacíficos. En este tramo la película ya ha perdido del todo el impulso inicial, entre el cine bélico y el de acción, y se vuelve contemplativa, “reflexiva”, “trascendente”, tan autoconsciente de su propio discurso político y moral, repleto de buenos y malos y de la exaltación de principios elevados, que naufraga en la mayor de las autocomplacencias.

No faltan en la cinta los momentos preferidos de su protagonista, Matthew McConaughey, que tras años de peregrinaje por insulsas producciones para adolescentes se ha mostrado como un actor de mucho mayor empaque puesto, no obstante, en general, al servicio de películas carentes de guion y de personajes sólidos, y a menudo, como en este caso, imbuidos de ínfulas mesiánicas no ajenas a su gusto interpretativo. En este caso, se explaya en dos de sus caracterizaciones predilectas. Lo mismo que a Brando le atraían las secuencias de inmolación y malos tratos a sí mismo, McConaughey parece inclinarse por las escenas en las que puede hacer discursos morales y religiosos, con mirada grave e incluso levantando el dedo, delante de una multitud ante la que se erige en ejemplar referente ético. Igualmente, las escenas de sufrimiento en las que llora, se lamenta, gimotea y patalea de dolor ante la pérdida de seres queridos. La integridad moral del protagonista, un héroe de una pieza sin matices, dudas ni recovecos, eleva el nivel de artificiosidad de todo el conjunto, que sin embargo en las escenas de guerra y acción se muestra más ligero y solvente, muy por encima del batiburrillo de información casi documental y de emociones forzadas y enlatadas que no llegan a suscitar en profundidad los complejos y ricos debates que pretende plantear. Un mal muy común, tal vez el mayor, que padece el Hollywood de hoy cuando quiere elevarse moralmente y prestigiarse culturalmente, en particular cuando es concebido como vía de persecución de los premios que aseguren la prosperidad comercial que el trabajo técnico, dramático y narrativo no avalan.


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