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Nos han invitado a una fiesta. Unos amigos celebran el primer mes de su hija recién nacida. Es una costumbre de Vietnam.Mi amiga es vietnamita y se llama Chaang. Su marido es francés y se llama Fabián.
Los conocimos por casualidad hace un par de meses. Habíamos ido con el Kalvo y los niños a una playa que se encuentra a unos quince kilómetros del pueblo de Assilah. A una hora, más o menos, en coche desde Tánger. Primero, por autopista y luego, campo a través. Baches y baches. Polvo y más polvo. De vez en cuando, una vaca. De vez en cuando, un burro. También mujeres con niños andando hacia algún lugar. Me pregunto cual.
El camino es un coñazo pero la playa lo vale. Grande. Alejada. Espectacular. Con un chiringuito frente al mar donde comer sardinas asadas. Tumbonasde madera y una pequeña cabaña hecha de cañas para que no les de el sol a los niños. ¿Qué más se puede pedir?
El Kalvo encarga la comida, y mientras, yo intento organizar todos los bártulos: Toallas, bebidas, cremas, biberones, juguetes… y, de repente, veo pasar a una barriga con patas. Una barriga enorme. Y ella es tan menuda. Con ese panzón todavía parece más pequeña. Es una mujer asiática pero aquel día no habría sabido decir si era china, japonesa o coreana.
Chaang y Fabián pasaron frente a mí; iban con una niña de unos tres años. Una niña preciosa. Una mezcla de dos razas que ha sabido coger lo mejor de cada una.
Terremoto miró a la niña que a su vez miró a Terremoto. Y así estuvieron entre cinco y diez minutos. Observándose. Analizándose. No más. Después empezaron a hablar y terminaron pasando todo el día juntos.
Jugaban como si no hubiera nada ni nadie a su alrededor. Pasaban olímpicamente de nosotros y esa sensación era… A-CO-JO-NAN-TE.
Acostumbrada a esa vocecita de pito que está dentro mi cabeza desde que me levanto hasta que, prácticamente, me voy a la cama. Acostumbrada a no ser persona. Acostumbrada a no poder ni cagar tranquila. Lo veía y no me lo creía. Demasiado bueno para ser verdad.
Los niños. Que monos. Que alegrías te dan; pero al mismo tiempo que absorbentes. Es convertir-se en madre y perder tu identidad como persona. Lo llevo fatal.
Y sin darte cuenta, llega un día como hoy enel que Terremoto se entretiene solo. No da la latay, como por arte de magia, recupero algo de mi tiempo, de mi espacio, aunque sea muy poco. Esta oportunidad no la voy a desaprovechar. Me acerco y le pido el teléfono a Chaang.
—He pensado que nos podríamos intercambiar los números y quizás quedar otro día —le sugiero intentando poner la mejor de mis caras. —Pues había pensado lo mismo. Han estado tan bien juntos…—me contesta con una sonrisa.
Y así fue como nos conocimos. Quedamos un día y luego otro y después otro más. Entonces comprendí que si los niños habían conectado era porque se parecían en muchas cosas y lo mismo nos sucedía a los padres.
Una vez estando en casa, el Kalvo les comentó que cada vez que conoce a una chica que se llama Latifa, y aquí hay muchas, tiene que hacer un esfuerzo por no reírse. Al principio ellos no lo entendían.
—Pero ¿por qué? ¿qué es lo que te hace tanta gracia? —Es que en catalán una tifa es una caca…
Ahora es una broma recurrente en nuestras conversaciones. Somos así de simples. Humor escatológico y previsible.
Fabián se dedica a la restauración. Tenía un restaurante en París. Los primeros años ganó mucho dinero, los últimos ya no tanto.
—Prácticamente cubría gastos —nos cuenta.
Cumplió los cuarenta, tuvo a su hija y decidió dar un giro de ciento ochenta grados a su vida. Chaang es arquitecta pero cuando él le contó su plan no dudó en asumirlo como propio. Vendieron el restaurante por una pasta IN-DE-CEN-TE, viajaron durante un año y se compraron una casita en la Kasbah.
—Hemos pensado abrir un restaurante asiático. En la ciudad casi no hay y los que hay son malísimos —explica él. —Que buena idea. Me pirra la comida asiática —le dice el Kalvo. —Ahora estamos buscando local pero es más difícil de lo que nos pensábamos. —Pero si yo veo un montón de locales cerrados en pleno centro. —Sí y yo pero luego preguntas y o no quieren vender o te piden una pasta desproporcionada. A veces te topas con una familia y unos quieren vender los otros no y no hay manera de ponerse de acuerdo. —Bueno, poco a poco, todo llega —intenta animarlo el Kalvo.
Cuando en España me llaman expatriada, a mí, que sólo he cruzado el charco, que tengo vuelo directo a casa todos los días de la semana, pienso en ellos dos. Eso sí es tener cojones.
Para llegar a su casa, situada en el corazón de la Kasbah, hay que dejar el coche y caminar unos diez minutos por callejones estrechos. Subir escaleras empinadas y intentar recordar el camino, pues el lugar es como un laberinto. Sabes entrar pero te cuesta salir.
Compraron la casa y la han rehabilitado por completo. Aunque a mi esto de la decoración de interiores me la trae floja, he de reconocer que en cuanto entré me fascinó. El suelo. Los azulejos. La pintura de las paredes. Los muebles. Todo es perfecto.
Tiene una estructura vertical. Consta de tres pisos. Quizás no más de treinta metros cada uno. En la planta baja está la cocina y una especie de comedor. No hay espacio para una mesa. La nevera está al lado de la puerta. Evidentemente no tienen televisor.En la planta superior hay dos habitaciones pequeñas y un lavabo, todavía más pequeño. Arriba se encuentra la terraza. Es preciosa. Desde aquí se ve toda la Kasbah. Las calles son tan estrechas y están tan pegadas las unas a la otras que desde esta altura es imposible verlas. Todo son azoteas. Antenas. Cables. Ropa tendida. Y al fondo, el mar. Me encantaría tenerla como estudio; odiaría vivir en ella.
Como tanto el Kalvo como yo somos asquerosamente puntuales, llegamos los primeros a la fiesta. Después, fueron viniendo los demás. Todos franceses. Todos viviendo en Marruecos desde hace mucho tiempo. Uno vende casas, el otro es arquitecto, hay una chica que ha montado una agencia de comunicación, otro señor que regenta un hotel…
Cuando ya estamos todos, Chaang saca la comida. Makis de atún y aguacate. Rollos Vietnamitas. Fideos. Todo delicioso. Y como no tengo medida, me atraco. Estoy a punto de reventar. La comida marroquí es buena, me gusta, pero hay tan poca variedad. Estoy aburrida de comer siempre lo mismo. Y si quieres cambiar sólo puedes escoger entre comida francesa o italiana. Ojalá abran el restaurante pronto.
Con la barriga llena y unas copas de más tenemos que desandar el camino; esta vez con los niños dormidos. El Kalvo carga con Terremoto y yo con la Peque, que pesa un poco menos.Y mientras intentamos no perdernos ni pisar ninguno de los charcos de basura que se amontonan en el suelo, comentamos que, poco a poco, estamos empezando a tener nuestras amistades. Nuestros planes. Nuestros lugares. Aquí. En Tánger. Una vida. Nos ha costado tres largos años conseguirlo.