La soledad del artista en su taller, las dudas y miedos que lo definen a través de sus obras y esa eterna mirada que busca y, en el caso de Rodinparece encontrar aquello que intuye, son los parámetros empleados a la hora de buscar el plano y la luz —plena de claroscuros apenas iluminados por velas o contrapuntos de puertas abiertas— que definen la parte más visible del escultor, y también, la mejor retratada por Jacques Doillon, un director que ha hecho una película a medio camino entre un documental y un film didáctico para los colegios, de tal forma, que los claroscuros del creador de El beso salen retratados en biopic sin alma que, sin embargo, busca la empatía de la reflexión y el paso del tiempo mediante unos fundidos en negro que tampoco nos acercan a la pretendida cercanía de una película de época que intenta aportar a través de ellos espacios para la reflexión. Rodin, por ejemplo, está muy lejos de La pasión de Camille Claudel, tanto, que aquellos que quieran volver a adentrarse en los claroscuros del escultor de los cuerpos retorcidos en posturas imposibles, no encontrarán nada de lo que buscan, porque la parte personal del autor, sin duda, lo más interesante más allá de la contemplación de su obra a la hora de retratar al personaje cien años después de su muerte, no está en la película. El retrato de Rodin por parte de un esforzado Vincent Lindon obsesionado en pegar pegotes de barro a las figuras que le han puesto delante, es plano, anodino y muy alejado de esa figura plagada de fuerza, misoginia y egoísmo de un creador que sólo pensaba en su obra sin importarle los cadáveres que dejara a su paso. Impasible ante todo lo que ocurría a su alrededor, si exceptuamos su tendencia a retozar en el catre con sus modelos, Rodin, sin embargo, se pierde en ese mirada también perdida que Lindon nos ofrece una y otra vez. Mirada sin pasión y sin alma que nos deja fríos y nos aburre cada vez más a medida que la cinta avanza a lo largo de sus dos horas de duración. Ni su deseo de alcanzar esa fama que le permita moverse con total libertad en su estudio, ni su búsqueda de la pureza a través de las cortezas de los árboles, ni tan siquiera su dura batalla contra su gigantesco Balzac, que al fin no descansará en ninguna plaza de París, si no en un museo de Japón, son acicates suficientes a la hora de intentar retratar a un artista que retorcía tanto a sus modelos como a aquellos que se encontraban cerca de él, y si no baste recordar el desprecio que le hace a su hijo, al que no reconoce porque no sabe ni pintar ni esculpir como a él le hubiese gustado. Eso sí, este ogro de bata desteñida y manos llenas de yeso o barro, pugna contra sí mismo y su obra de una forma denodada cual titán que necesita salir victorioso de aquello a lo que se enfrenta sin importarle los medios a su alcance que tenga que emplear para conseguirlo. Un esfuerzo vano, pues apenas lo apreciamos.
Rodin es una suerte de escenas que se desarrollan mayormente en interiores que no acentúan sino los claroscuros de su carácter, pero sin llegar a hacer daño, por lo inocuos que resultan, del mismo modo que su fama de ardiente amante queda tras la imposición de una puerta cerrada que en ningún caso invita a saber qué ocurre tras ella. Alejado de todo aquello que pueda despertar algún tipo de pasión, el film de Doillon transcurre bajo la anodina mirada académica de una película que se nota demasiado que ha sido filmada por encargo y con el deseo de acabar cuanto antes sin la necesidad de intentar aportar algo nuevo o diferente. De ese modo, los claroscuros del creador de “El beso” salen retratados en un biopic sin alma.Ángel Silvelo Gabriel.