Autor colaborador: Maira Herrero,
Master en Filosofía.
Alfonso Cuarón es un hombre pegado a la tierra, a esa tierra que marca su ser desde la existencia de una de las personas que le han dado amor y le han enseñado a amar. Cleo es la joven indígena que cuidó de Cuarón y de sus hermanos cuando empezaba a despertar a la pubertad y con la que compartió momentos determinantes de su existencia en esos años donde todo queda marcado a fuego. El director mexicano ha puesto todo su empeño para contar sin sentimentalismo y con un lirismo conmovedor una parte fundamental de su vida. Lo pequeño, incluso lo minúsculo toman importancia capital y nos adentra en la intimidad de su mundo familiar. La cinta transcurre en la colonia Roma de Ciudad de México, un barrio tranquilo de casas unifamiliares en los inicios de la década de 1970.
La arquitectura, el mobiliario y las costumbres familiares nos dan las pautas para entender un mundo reconocible de la vida de la clase media profesional de cualquier lugar. La cámara deambula por la casa y pasea por las calles del barrio para colocarnos en el contexto exacto. Azoteas, patios, escaleras, pavimentos, y coches explica con exactitud lo que parece conformar una realidad que el paso del tiempo no ha borrado.
Es un mundo de mujeres y niños, en el que el padre es casi una figura retórica. Una madre fuerte y decidida, siempre junto a Cleo, la figura icónica del grupo familiar que con absoluta humildad teje lazos inquebrantables. El aspecto frágil y desvalido, en apariencia de la protagonista, adquiere a lo largo de la película la fuerza de un titán, hasta convertirse en el ángel de la guarda que a todos nos gustaría haber tenido. La secuencia de la playa deja al descubierto la determinación de alguien que es capaz de adentrarse sin titubeos en la oscuridad para que la vida continúe tal como está prevista.
La cotidianeidad recorre la vida familiar del día a día entremezclando lo importante con lo superfluo en un juego de luces y sombras. Una cuidadísima fotografía en blanco y negro sirve de referente para entender ese diálogo que se establece entre la vida y la muerte, entre lo que está bien y lo que no, entre el respeto y el amor y la indignidad. Nada chirria, todo está cuidado con una delicadeza que queda patente en los momentos más críticos, cuando el espectador descubre el escaso valor de la vida y la falta de empatía que se puede llegar a generar. Son los años en que las revueltas y enfrentamientos entre grupos paramilitares y estudiantiles culminó con la masacre del Jueves del Corpus, 10 de junio de 1971. Más de 120 estudiantes perdieron la vida y Cuarón quiere que se recuerde.
No se puede obviar que el director y guionista del film es un mexicano enraizado hasta la médula con su cultura y que necesita sentir lo más prosaico de la existencia, en este caso encarnada en los excrementos de un perro al que nadie parece prestar atención, simplemente forma parte del decorado. Tampoco ha querido olvidar la riqueza lingüística de su país e incorpora en los diálogos entre Cleo y su compañera Adela, el Mixteco, la lengua de la tierra de donde ambas son oriundas. El movimiento sísmico se trata de forma tan natural en el relato, como la llegada de la primavera. El sonido de una ciudad en ebullición, o el ruido del agua al caer sobre el piso cierran el círculo.
También hay momentos llenos de ironía, como cuando hay que estacionar el automóvil en el zaguán de la casa, demasiado pequeño para un coche tan grande, que una y otra vez se golpea en los laterales hasta quedar desvencijado, como algo que no encaja en su sitio.
Los primeros fotogramas muestran un suelo de baldosas hidráulicas en los que lentamente aparece el agua que baldea Cleo y los últimos, la azotea abierta al cielo donde Cleo tiende la ropa.