Esta película un tanto olvidada es una de las más importantes muestras del talento narrativo de Robert Mulligan, célebre director de Matar a un ruiseñor (1962), que al año siguiente encaró un proyecto diametralmente opuesto que se mueve de manera bastante original y con una estructura y un estilo poco comunes entre el drama y la comedia romántica, siguiendo un camino que quizá demasiado a menudo se cuenta en sentido contrario. Mulligan parte de una situación dramática, casi desesperada, para construir una historia de descubrimiento y crecimiento personal que deriva en una comedia sentimental con algunos gags muy logrados y que se basa fundamentalmente en la química dramática y cómica de la pareja protagonista, nada menos que Natalie Wood, conmovedora en la primera mitad del filme, absolutamente adorable en su conclusión, y el gran Steve McQueen, que aparca la dura personalidad habitual que habitualmente ofrece en pantalla (y también las cabriolas motociclistas por la frontera suiza de ese mismo año a las órdenes de John Sturges en La gran evasión) para componer el retrato de un hombre díscolo e irresponsable que ha de madurar de golpe.
La película se zambulle en un intenso drama nada más comenzar: en una reunión del sindicato de músicos de Nueva York a la que los afiliados sin trabajo acuden en busca de algún encargo para salir del paso, la joven Angie (Natalie Wood) se mezcla con la concurrencia de la atestada sala en busca de Rocky (McQueen). Pero no para ofrecerle trabajo, sino para recordarle cierta noche de unos meses atrás en la que ambos disfrutaron de un amor de fin de semana en una cabaña tras una de sus actuaciones. Y el objeto de su recordatorio no es otro que informarle de que de aquel amor pasajero surgió precisamente eso, un pasajero que saldrá al exterior en apenas unos meses. La situación convulsiona las vidas de ambos: Angie es una joven que busca libertad en el seno de una familia tradicional italiana; sus hermanos la sobreprotegen tanto y su madre asume un control tan directo de su vida y de su futuro que se ahoga, que necesita cada vez más un espacio propio en el que tomar las riendas de su vida. Su trabajo en unos grandes almacenes le ofrecen la posibilidad de conocer gente, pero el tipo de hombres que allí podrían fijarse en ella no le interesan. Un amigo de la familia, un hombre ya algo mayor que bebe los vientos por ella, igualmente de origen italiano y por tanto continuador de la tradición familiar, el hombre que su madre y sus hermanos han escogido para ella, no le apasiona, aunque siempre sería un último recurso de salvación llegado el caso. Por otro lado, Rocky es un irresponsable, un mujeriego que aprovecha sus esporádicos trabajos para conseguir ligues. Uno de ellos es precisamente quien le tiene en su casa y trabaja para pagar el alquiler mientras Rocky intenta conseguir actuaciones o audiciones. Con un niño en camino, la amenaza de estallido de la situación les obliga, como forma más “cómoda” y rápida de salir del paso, a buscar el camino más corto: el aborto.
El talento de Mulligan reside en sus elecciones para contar la historia. En vez de realizar una película convencional, en la que el preludio romántico dé paso al drama de una criatura ni buscada ni deseada, empieza por este segundo punto, convirtiendo el prólogo en una gran elipsis que permite al espectador completar la película dentro de su cabeza. Ese prólogo que no ve caracteriza inmediatamente a ambos personajes: Rocky es un tarambana, aprovecha sus juergas musicales para llevarse chicas a la cama, no cree en relaciones duraderas ni mucho menos en el matrimonio. En cambio, ella es idealista y romántica, y un puntito ingenua, y cree que de una noche de pasión puede nacer una historia de amor profunda y eterna. La cruda realidad trastoca de manera irreversible los planes de ambos. O, mejor dicho, la manera de revertirlo va acompañada de una toma de decisiones en nada gratuita. Al mismo tiempo, Mulligan ofrece cierta interpretación acerca de las costumbres sociales norteamericanas (incluso de las sexuales) de un momento histórico decisivo en el que se dan la mano la puritana tradición de la conservadora sociedad posterior a la Segunda Guerra Mundial y un avance de lo que será el estallido de una nueva manera de entender la pareja, el sexo y la vida en común, que nacerá precisamente en la segunda mitad de los sesenta, tendrá su eclosión en los setenta y perdura en buena parte hasta hoy, a pesar del retorno del conservadurismo retro. Angie, la hija pequeña de una familia católica tradicional de origen italiano, no duda en acostarse la primera noche con un chico que le gusta. En ese detalle, incluido en la elipsis inicial, queda depositada simbólicamente la importancia del salto en la evolución de las relaciones humanas que tiene lugar en todo el mundo (o casi) durante esos años.
Ambos imbuidos de ese sistema social opresor de la libertad individual y consumido por una moral social a menudo reñida con la ética personal, Angie y Rocky buscan la solución que les indica el manual: el aborto clandestino. Ahí radica el primer cambio de actitud de Rocky: aunque ella le exime de responsabilidades, él asume la tarea de encontrar el dinero y los medios para solucionar el “asunto”. Eso supone un cambio no poco importante en su forma de encarar la vida, de la misma manera que para Angie significa igualmente una novedad: nadie ha hecho nada por ella que no sea obligarle a hacer o pensar lo que le digan. La escena central, el clímax que Mulligan coloca hábilmente al final del segundo tercio del filme, escenifica acertadamente el cambio personal que ambos personajes sufren.
A partir de ese momento, historia y tono dan un giro espectacular, totalmente opuesto, que, sin embargo, no resulta para nada forzado. Angie apuesta por su independencia y por tomar el camino más cómodo: la generosidad de su pretendiente abre ante sí la posibilidad de una vida tranquila y plácida, un poco al estilo de la que imaginaba en sus sueños de juventud, aunque no con el hombre que ama. Para Rocky, en cambio, el vacío es total: sus noches de música, copas y mujeres ya no le satisfacen, y tampoco la vida junto a una mujer que le garantiza el disfrute material pero no le llena por dentro. Ambas situaciones, curiosamente paralelas y en cierto modo coincidentes, les obliga a buscarse y encontrarse. Un nuevo acierto de Mulligan, que convierte la película no en una loca carrera por ofrecer un hogar repleto de amor y almíbar al retoño que está a punto de nacer (como otras películas, especialmente en los ochenta, se han desvivido por hacer, equivocadamente en casi todos los casos), sino en una historia en la que el amor de la pareja protagonista crece gracias a una aparente adversidad que no ha hecho sino recuperar el momento que Mulligan ha ocultado previamente con su elipsis. El embarazo pasa a un segundo plano y el director se recrea en mostrar el ritual de conquista, el ímpetu de él y la aparente resistencia de ella, su forma de despertarle unos celos y de negarle lo que ya no es sino una necesidad vital para, a través de la angustia, no hacer otra cosa sino retroalimentar sus sentimientos. Este capítulo final, que encuentra su punto de ebullición en la divertida secuencia en la que Angie invita a comer a Rocky a su casa, descansa en la formidable compenetración de ambos intérpretes, ella hermosísima, él torpe, incómodo, caótico. El epílogo, digno de inclusión en un listado de los más memorables happyendings románticos de la historia del cine (espera en la puerta de los grandes almacenes, cartel alusivo, apasionado beso entre la multitud), sanciona la resolución de un intenso drama que termina siendo una divertida comedia, y que apuesta por la búsqueda de la autenticidad en los sentimientos como consecución, más allá de sistemas morales más o menos opresivos o libertinos, de eso que la gente común conoce como felicidad, y que no suele encontrarse allí donde muchas veces pensamos.