Desde que me especialicé en la terapia de pareja, allá por el 72, por mi consulta habrán pasado cientos y cientos de clientes, habitualmente para encontrar una solución a su quebrada relación, aunque la pasta de hojaldre –y esto que quede entre ustedes y yo- jamás vuelve a su textura inicial una vez humedecida. Pero para enriquecer mis conocimientos sobre la estupidez humana, y elaborar esos manuales de auto ayuda que me permiten vivir a todo tren, necesito pasar cinco horas al día dando consejos absurdos, observando matrimonios que se aborrecen y lo que es peor, poniendo cara de póquer cuando creen haber dado con la solución.
Los primeros tres meses de enamoramiento son insoportables para todo aquel que rodea al enamorado, las memeces que puede llegar a detallarte sobre su amado una y otra vez, te pueden fácilmente conducir a la ruptura de una amistad en el mejor de los casos, y al asesinato premeditado en el peor. Norman Ch. pasó en ciento cuatro ocasiones por mi diván, una vez por semana, lo cual nos da un resultado –habida cuenta de que para mi desgracia no faltó ni un solo martes- de dos años exactos. Acudió por un atontamiento que le impedía rendir en su trabajo, le causaba insomnio y le cerraba la boca del estómago. En un primer momento lo achacó a una crisis de fe, tras una excursión a Lourdes con la comunidad de vecinos, pero a base de encontrarse en el ascensor con la morena del quinto, relacionó hábilmente sus males con la absoluta pérdida de dignidad. Es decir, N. Chaufman se había enamorado. Durante ese primer semestre tuve que soportar -con la estoicidad que me caracteriza, los bostezos disimulados y la modorra que su tono de voz me proporcionaba- las mayores sandeces salidas de la boca de un homo erectus: que si su pelo era como la crin de un pura sangre, que si su risa como una ristra de perlas, que si sus tobillos, su cuello, su oreja, su espalda, sus ojos.
A veces me parecía estar escuchando a un forense más que a un paciente obnubilado. En el séptimo mes en cambio, instalado ya en el 5º 2ª (instigado en gran parte por mí y mis prisas porque fuera feliz y me dejara en paz) la perorata cambió de tono y lo que antaño eran virtudes, se fueron transformando en defectos. Y también su relato me sumía en la más profunda de las ensoñaciones: que si ese geniecillo incontrolable, que si las ventanas abiertas, que si su madre, que si esos días tontos, que si los pedos, que si el corte de pelo...Paciente tras paciente me relataba su estado amatorio como si hubiera descubierto el epicentro de la Tierra, sin imaginar ni por un segundo, que el recorrido de una pareja siempre empieza en la A y termina en la Z, pasando por las cuatro estaciones, y con algunas connotaciones dependientes de la tolerancia, la obstinación o el aguante de cada cual. Transcurrido un año, en el cual tuve que empezar yo mismo una terapia cognitiva para soportar el tedio y la absoluta ausencia de elementos sorpresivos, N. Ch. odiaba con todas sus fuerzas a la morena del 5º, que no había hecho nada más que mostrarse tal y como era, y lo que en realidad había cambiado fue el cristal con el que él la miraba.
La negación de un nuevo fracaso, el no aceptar la naturaleza de los hechos, y las pocas luces de mi paciente, le condujeron a un estado depresivo-abominable que hicieron que me quedara frito sobre el escritorio: que si es una víbora, que si una insatisfecha, respondona, avariciosa, compradora compulsiva, que si no se depila, aburrida, histérica, furcia, dejada...Aún así Norman sollozaba sobre mi hombro, viéndose incapaz de abandonar a semejante monstruo. En los últimos seis meses de relación con mi paciente, sucumbí a la tentativa de recetarle orfidal equino en varias ocasiones, a clavarle el abrecartas cuando se agarraba a mi pantorrilla implorando una solución, y a aplicarle electrodos en los genitales para provocar una reacción digna, que al menos le permitiera andar erguido y mantener el lagrimal árido unos minutos. Solo era cuestión de esperar. Y así sucedió que la morena del 5º se largó con el del ático y Norman Chaufman encontró consuelo en mi portera, a lo que antes de que me confesara que la encontraba linda, diferente, brillante, adorable y definitiva, le dije que me tomaba unas largas vacaciones para llevar a cabo un estudio al que él había aportado los datos más relevantes. Soy incapaz de encontrarle el encanto a la estupidez humana, aunque como dijo Hidalgo, es mucho mejor ser un idiota enamorado que un idiota a secas. Ténganlo en cuenta.