Revista Cultura y Ocio

Rotos del alma

Por Calvodemora
Los pobres y los muertos
A la gente le da por morirse en las puertas de los ambulatorios, en las colas del paro, en los escaparates de las grandes firmas. A los muertos, poco antes de morir, se les presta una atención mínima o incluso ninguna atención, pero ganan en prestigio social y en relevancia mediática en cuanto el corazón se les para o los pulmones se les encharcan de puro frío o el estómago se les arruina definitivamente por falta de ejercicio. Son los muertos útiles, muertos de máxima audiencia, pongamos. Justo los muertos que ocupan la franja informativa que va entre una huelga del sector de transportes y el último gol de Messi. Son unos muertos convincentes, de los que no chistan si les sacas un perfil poco favorecedor o de los que nunca van a demandar a la empresa que los explota. Porque son muertos comerciales. El primer mundo está lleno de ellos. Al paso que vamos, si no nadie lo enmienda, la mortalidad de los pobres del mundo será un parque temático, uno privado de moralidad alguna. Todos los pobres del mundo se mueren a la vez cada vez que un pobre del mundo cae por ser pobre. El hecho es que caer, lo que se dice caer, caemos todos de una u otra forma. Lo lamentable es la forma en que lo hacemos. Unos caen a las puertas de un hospital, lampando por un plato caliente y otros a las puertas de Europa, que es un hospital también, lampando por una tierra de promisión, que no lo es nunca ni para los que nacen en ella y comparten, con los que llegan, la misma pobreza, el mismo estado gris de las cosas. Los pobres que llegan suman con los pobres que están una cantidad inasumible de pobres. Los hay allá donde no se imagina uno que hubiera. Pobres que caminan y pobres sentados, disimulando la pobreza o exhibiéndola como el que alardea de nuevo polo de marca en una fiesta muy pija. Pobres que son manejados en cifras. Es terrible eso de que uno sea una cifra, un cálculo derivado de una operación. Quizá seamos una extremidad de una criatura logarítmica y paseemos las calles sin percibir ese estigma alojado en el alma como un cáncer. Los gobiernos son insensibles porque los números no inducen a la ternura. Se desviven por bajar un índice en una tabla, se dejan la vida (los que se la dejen) en dar con la clave que palie la pandemia que genera nuevos pobres sin retirar de la pobreza a los que ya la tenían. Esa clave no existe, parecen decir. Tenemos que dar la impresión de que hay una solución, pero la verdad es que no la hay. No, al menos, una que contente del todo al pobre. El buen pobre, el que ha logrado cierto tipo de bienestar espiritual y comprende que la vida es así y no hay más hueso que roer, es un pobre confiado a su suerte, pero hay por cada pobre bueno un ciento de pobres malos, irritados, decididos a luchar contra ese estado gris de las cosas y clamar la injusticia crónica que padecen. Pobres, pensando muy en serio en todo esto, lo somos todos. No hay día en que una brizna de pobreza nos percuta de un modo u otro. Algunos pertenecemos a la especie a la que no le falta un plato de comida, se guarece del frío y acude a que lo sanen cuando enferma, pero no puedo evitar sentir vergüenza cuando escucho el relato del mundo, la prosa triste del mundo, toda la infame letra del mundo. No valdrá de nada este inofensivo, por inútil, arresto de llanto, pero tampoco vale de nada no contarlo.
La esperanza y la fe
Dudo de la providencia porque no confío en el porvenir. Malogro así el buen cristiano que podría haber sido, declino con mi escepticismo la posibilidad de merecer el paraíso, pero me quedo con algo que escuché una vez y que de vez en cuando, en charlas de taberna, refiero con absoluto placer: la pregunta no es si hay vida después de ésta sino si la hay antes. Declaro mi interés en que la haya a diario, el esfuerzo para que ningún día sea nefasto del todo y que todos contenga algún brillo, cierta consistencia perdurable, ese placer pequeño que consiste en sentirse dichoso de estar vivo y celebrarlo a conciencia. Qué pocas cosas celebramos ya a conciencia. Está mal eso de dejarnos llevar como en ocasiones solemos, un poco empujados por el vértigo y por las prisas y otro poco, más doloroso, impelidos por la apatía que nos afecta, queramos o no. Y es que cuestan a veces las cosas más de lo que estamos dispuestos a aceptar. Cuestan sin que podamos argumentar el motivo que las hacen pesadas o inabordables. No sé si creer en otra vida hará que ésta se disfrute con más intensidad. No se pueden saber esas cosas. Ni los que viven en esa creencia saben de verdad nada al respecto. Se manejan a golpe de fe, que es una forma más elevada y sofisticada de la esperanza. Hace tiempo que no entro en conflicto por intereses espirituales. Hubo un tiempo en que disfrutaba en la discusión metafísica, en la áspera exposición de puntos de vista irreconciliables. Todavía pienso que disfrutaría, pero no me siento como antaño y no alcanzo, cuando acaban, ningún estado de bienestar por el que merecería la pena el desempeño. Así que el buen cristiano que podría haber sido seguirá siendo un mediocre descreído. Que no entre al trapo en cuestiones teológicas no impide que me encienda cuando las autoridades de la cosa del espíritu, los que mandan al menos, dicen las cosas que dicen, tan opuestas a las mías. Ellos, puestos a escuchar mis cuitas, las reprobarán igualmente. Así funciona el mundo. Me fascina que la autoridad mayor, la que se sienta en la silla más noble de su gremio, no se parezca a sus subordinados. Que hable y no sienta un rechazo a lo que dice. Será un signo de estos tiempos de zozobra. No me declaro poseedor de verdad alguna que me justifique. Ellos tampoco la poseen. Tengo esperanza, muy menudita y modesta. La fe, quizá a pesar mío, se me antoja un objeto inasumible.


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