Revista En Femenino

Rue Finikine

Por Expatxcojones

Rue Finikine

Taxi colectivo, Tánger, 2015. expatriadaxcojones.blogspot.com

Tiro significa roca y es la palabra con que sebautizó la antigua ciudad fenicia situada al sur del actual Líbano. De aquí salieron multitud de aventureros, expertos navegantes, que establecieron colonias a lo largo de la costa mediterránea. Así llegaron a Tánger, atraídos por su situación geográfica, convirtiendo la ciudad en su más pujante metrópolis. Su presencia en estas tierras data del 1450 A.C. De esta civilización milenaria hoy sólo queda la necrópolis. Tumbas excavadas en las rocas y convertidas en basureros, pues el acantilado de Marchan —lugar en el que se encuentran— sólo se limpia cuando sopla el Levante y se lleva la porquería a otro lugar. Un detalle más: En honor a ellos le pusieron el nombre a mi calle, Rue Finikine.
No tendrá más de un kilómetro. Quizás sean dos. La verdad, no los he contado. El edificio más emblemático —vaya, el único— es la Gran Mezquita que lleva el nombre del difunto rey Mohammed V. He pasado muchísimas veces por delante de su puerta y siempre miro por el rabillo del ojo lo poco que se ve desde el exterior. Alfombras dispuestas en el suelo para el rezo y un precioso patio interior. Imposible acceder. Los infieles tienen la entrada prohibida.
Enfrente se encuentra la cafetería donde, cada día, bajo a tomar el café con leche. Se llama Glasgow y —según me dijo un día un cliente— pertenece a un señor riquísimo, actualmente encarcelado por tráfico de hachís.
Al lado de la cafetería hay un locutorio. Ahora mismo —cuando son las 11:32 de la mañana— cerrado a cal y canto. El siguiente local es una tienda de telas, de esas que se utilizan para confeccionar caftanes y vestidos de fiesta. Mucho brillo, dorado, lentejuela y pedrería. En estos momentos una furgoneta acaba de aparcar sobre la acera. De la parte trasera los operarios sacan rollos de género que van introduciendo en el interior bajo la atenta mirada del propietario.
Me cruzo con uno de los bobis. El malhumorado le llamo porque en cuatro años no lo he visto sonreír ni un solo día. Es más, en varias ocasiones lo he pillado discutiendo a grito pelado con los clientes. Se reparte la calle con otros dos hombres pero él tiene la mejor zona. Es quien más trabaja. Su porción de asfalto da a la mezquita y en las horas del rezo —cinco cada día— el lugar se llena hasta los topes. En estos instantes dormita en una silla. Paso por su lado sin que se percate. Saludo al camarero del café Pollock, donde desayuno con la familia los fines de semana. Pollock fue un pintor estadounidense que perteneció al expresionismo abstracto. Me resulta curioso que un café tangerino lleve su nombre pues, a parte de ser conocido por su obra, era famoso por su alcoholismo. De hecho, murió a los cuarenta y cuatro años al estrellar su coche yendo borracho.
Al lado del café hay una tienda de muebles de diseño. Una vez se me ocurrió preguntar por una lámpara y casi me caigo de culo. Me pedían tres mil euros. Todavía sigue allí. Nunca veo a nadie. A veces pienso que el propietario la utiliza para blanquear dinero. No le encuentro otra explicación. Paso por delante y me cruzo con el vendedor, que charla con la chica del centro estético que hay pared con pared. Se llama Cardinia —el centro, no ellay está especializado en “embellecer” a las novias. Así lo anuncia el cartel que hay en la puerta. No es el único aviso.Un dibujo informa que está prohibida la entrada a los hombres.
A mitad de la calle, contigua a la mezquita, se encuentran las galerías fantasma. Una metáfora a pequeña escala de lo que sucede en el resto de la ciudad. Desde el exterior puedes ver una tienda de ropa de niños, una parafarmacia y una tienda de ropa para hombre. Están abiertas pero nunca veo a ningún cliente.Accedo al interior y, libreta en mano, voy apuntando lo que encuentro. Es esto: Una tienda de ropa de niños (cerrada; y ya son más de las doce), otra tienda infantil (también cerrada), una tienda de sillas (cerrada) y otra con ropa de cama (para variar, cerrada). También hay un local vacío y otro que está en obras.Me dirijo a la planta superior. Antes, debo sortear un montón de cochecitos, cunas, tronas, caminadores, parques infantiles y no sé cuántas cajas de cartón amontonadas de cualquier manera a lo largo del pasillo. Subo las escaleras —nuca antes lo había hecho— y descubro lo siguiente: Una zapatería de mujer (cerrada), 3 locales (vacíos), una tienda de ropa de mujer (cerrada), una tienda de bolsos y accesorios (cerrada), dos locales vacíos, dos tiendas más (vacías y cerradas) y otro local del que sólo quedan unos cuántos pósteres colgados en la pared desnuda. La única tienda abierta de toda la planta se llama Boutique Estambul y en ella puede adquirirse ropa tradicional marroquí.
Deshago el camino y salgo del edificio por la puerta lateral. Me encuentro en el pasaje que conecta mi calle con la paralela. Ahora mismo no hay nadie pero dependiendo de la hora del día, aquí, puedes encontrar tres grupos de gente distinta: A primera hora de la mañana, los que duermen al raso y se refugian del frio con sus roídas mantas. A media tarde, los niños del barrio jugando a pelota y por la noche, los que fuman en pipa alejados de las miradas curiosas.
Otra vez en Rue Finikine encontramos el Centro de Estudiantes Ibn batuta. A primera vista podría pasar por un café. No sabía exactamente qué hacían hasta que una vecina despejó mis dudas. En el centro no se imparten clases ni talleres, nada de conferencias ni actividades. El recinto se utiliza únicamente como lugar de estudio. Pagando una módica consumición, los jóvenes pueden ocupar las mesas durante horas. Aquí quedan con sus amigos para repasar cuando hay exámenes o se encuentran con el profesor que les da clases particulares. Lo más parecido a esto que he visto en España son las bibliotecas, exceptuando que aquí no hay silencio y que está permitido fumar.
Tengo que bajar de la acera porque la caseta del siguiente bobi me corta el paso. Hecha con cuatro maderas mal puestas, no tengo ni idea de qué carajo guarda en el interior. ¿Será que por las noches duerme dentro? No creo, tendría que hacerlo de pie, pero quizás. Lo más seguro es que le sirva para guardar sus pertenencias y las garrafas de agua. Las mismas con que lo veo lavarse la cara por las mañanas. Iba a decir los dientes pero me he acordado que prácticamente no tiene ninguno.
Llego a mi portal. Antes, delante había un solar abandonado, reconvertido en basurero y meadero colectivo. Ahora, están levantando un edificio de viviendas y el hecho de sorprender a alguien agachado haciendo un zurullo, ha dado paso a la sorpresa de ver trabajar a los obreros a nueve pisos de altura, sin medidas de seguridad y en chanclas.
Debajo de ellos está la Laiterie. Un pequeño badulaque que ofrece bolsas de patatas fritas, latas de refrescos, bocadillos de queso y donde siempre que entro me invade el humo de las pipas de los clientes. De la leche, ni rastro. Al dueño, en casa, lo llamamos Paqui. Por su aspecto. Podría pasar por un actor de Bollywood. Cuarenta años. Sonrisa perenne. Pelo un poco largo, engominado y (creo) teñido de negro. Con bigote y pantalón bombacho. Hoy no lo veo pero en su lugar me cruzo con Mohammed. Tiene veintitantos años y un tumor en la parte derecha de la cara. Le empieza debajo del ojo y le llega hasta la boca, que siempre luce torcida. Su trabajo consiste en ayudar a la gente a aparcar y hacer de vigilante. Cobra veinte céntimos por vehículo. Algo más si le pides que lo lave —el Kalvo se niega a utilizar este servicio desde que vio el agua negra y los trapos mugrientos que utiliza— . A mí me ayuda con las bolsas cuando vengo del supermercado y por ello, también, recibe propina. No hay un precio estipulado. Cada cuál le da lo que cree y él lo acepta sin más.
En este extremo de la calle no hay gran cosa. Me siento en las escaleras que suben a la plaza y anoto lo que veo. Tres locales con la persiana bajada, un locutorio que también vende zumos de naranja naturales, una tienda de telefonía móvil y un local de alquiler de coches que nunca he visto abierto. También hay unas galerías donde trabajan los sastres. Una vez llevé un pantalón de chándal para que me hicieran los bajos y al recogerlos vi que me habían hecho una pernera más corta que la otra. Ahora cuando me los pongo parezco gilipollas y sólo los uso para estar en casa.
A mi derecha está el tenderete de El Bigotes. Construido con maderas y barras de hiero en lugar de columnas. En el techo, una lona y encima, un tronco para que no la levante el viento. Aquí se pueden adquirir galletas, chicles, barritas de chocolate, zumos, chupa chups, caramelos y cigarrillos sueltos a diez céntimos. El dueño es un hombre bajito y delgado, que suele llevar gorra y siempre —repito S-I-E-M-P-R-E— tiene un porro en la mano y humo en los pulmones. Por la mañana aparca su moto frente a la no puerta de su paradita y, aquí, se pasa todo el día. No sé qué hará por las noches.
He dejado para el final la puñetera parada de taxis colectivos. Cuesta entre dos y tres euros por persona. Cuatro ocupan la parte trasera y dos, más el conductor, van en la delantera. Entre el hombre que grita los destinos, la gente que se pelea por los asientos y los choferes que conducen como si estuvieran en el lejano oeste, siempre hay follón. A medida que avanza el día es peor. No sólo se oye al que grita las vacantes, también al vendedor ambulante de bocatas y al que ofrece porciones de algo que se parece a una pizza pero que un día mi suegra probó y dijo que sabe a rayos.
Y ahora es cuando me sorprende un barrendero moviendo su escoba —y la mierda— en mi dirección. El polvo se me mete en los ojos, así que decido levantar el culo. De camino a casa me cruzo con una vecina. Nos saludamos. Sorteo un agujero. Cuando estoy a punto de entrar en el portal la veo. Parece un conejo pero no lo es. Es una rata. O lo que queda de ella. Está muerta. Casi disecada. Si no fuera por la cola sería irreconocible. No sé cuánto tiempo llevará en el mismo sitio pero es mucho. Cada tarde, cuando vamos al parque, Terremoto me pregunta lo mismo. ¿Y la rata? Mamá, ¿dónde está la rata? ¿La verá hoy el barrendero? ¿O pasará de largo?, como hace siempre. Esta tarde lo sabré. Cuando Terremoto salga de casa la buscará y yo, con él.

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