Revista Talentos

Ruinas

Por Sergiodelmolino

De los románticos a acá, las ruinas han tenido mucho prestigio. Todo lo que oliera a marchito, a decadencia y a fin de raza ha sido explotado con mucha habilidad en la literatura. Aunque muchos sospecharan que la extinción no era tan atractiva ni tan digna como los poetas podían inventar.

Ahí está El Gattopardo, especialmente la peli, con ese inabarcable Burt Lancaster declamando al pie de la diligencia, con una nube de polvo a sus pies y una luz crepuscular manchando su cabeza cana: “Noi fummo i Gattopardi, i Leoni; quelli che ci sostituiranno saranno gli sciacalletti, le iene. E tutti quanti, Gattopardi, sciacalli e pecore, continueremo a crederci il sale della terra”.

Nos sustituirán las hienas y los chacales, y se creerán la sal de la tierra.

O, como diría Belén Esteban: otros vendrán que bueno me harán.

RUINAS

No creo que la decadencia sea hermosa. Como toda muerte, da miedo, asco, duele y mancha. No hay muertes dignas, nadie se apaga con paz. Morirse, se mire como se mire, es una putada sumamente desagradable para el moribundo y para quienes le aman. Y no es menos nauseabundo en el caso de las instituciones, de las épocas y de las sociedades. Si los poetas son capaces de presentar como un fundido en negro con música de John Williams lo que a los ojos de quienes lo viven se percibe como una snuff movie, suele ser porque lo que sucede inmediatamente a lo que se marcha tiene la marca de la barbarie.

Puede que aquellos aristócratas sicilianos fueran unos hijos de puta. Pero, qué coño: al menos sabían hablar y tenían palacios chulos. Entre un Burt Lancaster otoñal y un Garibaldi con piojos, yo también elijo el bando reaccionario.

Yo estoy convencido de que la agonía de los finales de raza no tiene nada de hermoso. Es un tema recurrente que he intentado explorar varias veces. Creo que la menos vergonzante fue en el cuento Calle Velarde, en mi libro Malas influencias. Lo toco tangencialmente en la novela que estoy escribiendo y volveré sobre ello en otros libros y cuentos, si tengo la suerte de poder seguir escribiendo toda mi vida.

No hay belleza en el estertor. O, al menos, no la hay de la forma en que suele presentarse. Sí la hay después. Los nazis, que agotaron el romanticismo en todos sus sentidos y niveles, haciendo imposible su resurrección en varias generaciones, lo sabían muy bien.

En realidad, lo sabía muy bien Albert Speer, el arquitecto de Hitler. Los edificios que diseñó para Germania, la ciudad que iba a sustituir a Berlín como capital del Reich, estaban pensados para que tuvieran unas ruinas bellas. Se calculó y se estudió qué muros deberían deteriorarse antes y qué techos deberían ceder al derrumbe primero para que el conjunto, comido por la vegetación siglos después, resultara digno: querían unas ruinas guays, al estilo maya y azteca, nada de esa guarrería romana y griega.

RUINAS

Maqueta de Germania.

Será mentira, no habrá belleza en la decadencia, pero sí la hay en su literatura.

Ahora estoy abducido por una de esas maravillas que han inspirado los finales de raza. La he buscado porque el cuerpo me pedía un novelón de los de perder el sentido, una lectura absorbente y clasicota. Es Los Maia, de Eça de Queirós.

Pensé en leerlo en portugués, pero no me he atrevido y ahora me arrepiento. Bueno, qué más da. En español traducido recorro la Lisboa de finales del siglo XIX, unas calles que sólo se distinguen de las que yo he conocido en que ahora hay coches y tranvías en ellas. Algunos interiores siguen vigentes: la Casa Havaneza o el teatro de São Carlos. Una Lisboa que va muriendo, como la estirpe de los Maia. La Lisboa de hoy son las ruinas de esa ciudad que describe Eça de Queirós. Quizá no han quedado tan bonitas como las que proyectaba Speer, pero el Marqués de Pombal no pensó que su capital fuera a pudrirse. Que la destruyera un terremoto, como en 1755, quizás. Pero que los propios lisboetas dejaran que se la comieran las plantas trepadoras y las telas de araña no era un destino concebible para la refulgente metrópoli del imperio.

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Edificios en ruinas en el Campo das Cebolas, al pie de la Alfama de Lisboa

Hoy, Lisboa es una ciudad que se hunde, envejecida, pobre, vacía. De los 800.000 habitantes que tenía en 1980 sólo le quedan 500.000, y la cuarta parte de ellos son jubilados. En Lisboa hay unos 600.000 trabajadores, la mayoría de los cuales vive en ciudades dormitorio del extrarradio. Acuden por la mañana, colapsando las entradas, y la dejan desierta por la noche. Se calcula que cada día entran y salen de la ciudad unos 400.000 vehículos que destrozan y taponan las calles y que, encima, no dejan ni un solo euro en las arcas municipales, pues están matriculados en otros sitios.

Lisboa lleva mucho tiempo agonizando, y aunque algunos estemos enamorados de su desvanecimiento, también nos pone tristes. Una tristeza sin remedio y sin consuelo, de las que no aspiran a curarse, de las que se quedan sentadas en el quicio de la puerta hasta que se hace de noche.


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