No tengo televisión, aunque sé que salgo por ella algunas veces. No soy de esas famosas que aparecen todos los días en los medios, pero varias veces al año aparecen los cámaras y me sacan un reportaje para alguna cadena. También viene mucha gente a verme, a veces desde muy lejos, y siempre me están pidiendo un selfie… o muchos. Pero a mí, que ya soy muy vieja, lo que más me gusta es ver a los míos. Encontrarme con ellos en cualquier lugar. Me dan la vida.
Aquel domingo me pilló a traición. No creáis que soy tonta, ya me olía que algo raro estaba pasando. Pero no esperaba que un día, de repente, me dejaran sola. Esa es una de mis mayores pesadillas, quedarme sola y abandonada.
Como no tengo una de esas pantallas que retransmiten las noticias, ni tengo radio, ni internet, ni leo la prensa, no sabía qué estaba pasando. Pero las calles vacías, los bares cerrados, las carreteras sin coches y el silencio me dieron muy mala espina… Es cierto que lucía un sol radiante preludio de primavera, pero lo que encendía mis alarmas era el silencio, un silencio tan extraño que dolía.
Mi angustia se vio aliviada cuando escuché a María abrir la puerta del portal dispuesta a plantarse en un par de minutos en su obrador… ¿Se le habían pegado las sábanas por primera vez? La buena mujer llevaba 30 años saliendo antes del amanecer y todos los días, a aquellas horas, ya olía a pan recién horneado y hojaldres. Asomó la cabeza y miro recelosa a todos lados… como si un peligro acechara en la acera. Tardó aún unos minutos en decidirse y salió corriendo para encerrarse en la panadería a cal y canto. Creo que el silencio y la soledad también la abrumaron. Pero yo me alegré de verla y esperé que fuera la primera señal de normalidad. En pocos minutos llegó la segunda, porque Francisco abrió su quiosco de prensa, aunque, extrañamente, la camioneta de Arturo no había llegado ya con la edición dominical de los periódicos y sus fascículos coleccionables. La carretera seguía vacía, mientras los semáforos, ciegos ante aquel extraño suceso continuaban cambiando de color tan tranquilamente… ¡maquinas programadas!
Ahora le tocaba el turno a Pepe. Siempre abría su cafetería a las siete en punto. Pero aquello no sucedió. Ni Pepe abrió, ni nadie se acercó a por los churros del domingo. No había nadie más. Ni siquiera doña Rosa había bajado a pasear a su perro, ni don Agustín se había sentado en el banco de la plaza a leer el periódico, ni Laura se había calzado sus zapatillas de deporte para correr antes de ir al trabajo. Solo pasó un autobús vacío a toda prisa, sin detenerse en la solitaria parada…
Miré los balcones, las ventanas. Todos estaban en casa, escondidos y en silencio.
¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¡Decidme qué pasa! ¡Qué me estáis asustando! Silencio. Silencio aterrador. Silencio de otros tiempos que me trajeron fantasmas barridos por el viento del pasado. Silencio que precedía a los sonidos de explosiones, gritos y cascotes… De repente ruido. ¿Aviones? No, no llegaban aviones… pero apareció un vehículo del ejército y varios del ayuntamiento. De los últimos se bajaron un grupo de personas enfundadas en trajes blancos protectores y con unos extraños artilugios comenzaron a lanzar un humo blanco sobre los bancos, las aceras, las carreteras… ¿Estaban desinfectando la calle? El vehículo militar los dejó enfrascados en su tarea, mientras ellos avanzaban con su megafonía repitiendo instrucciones de protección… La gente se asomó a los cristales y alguno salió al balcón y los grabó con su móvil.
¡Oh! Sí que era una guerra, pero de esas silenciosas que dejan edificios intactos y vidas destruidas… Sí, esas tampoco las he olvidado. Pero ahora era diferente. Antes la gente seguía a lo suyo hasta que comenzaban a desvanecerse en mitad de la calle. Entonces llegaban los lloros y todo el que podía permitírselo huía o se encerraba en casa. Las carretas recogían a los muertos, los barcos guardaban cuarentena en el puerto y una procesión recorría las calles con oraciones.
Aquel domingo todos parecían haberse puesto de acuerdo y, anteriormente, yo apenas había notado nada extraño más allá de lo repleto que había estado el supermercado el día anterior, pero ¿no lo estaba siempre los sábados por la tarde?
No estuve sola aquellos meses. El supermercado volvió a abrir el lunes por la mañana y era uno de los pocos negocios que, junto a la panadería de María y el quiosco de prensa de Francisco, permanecían abiertos. La gente comenzó a salir tímidamente una vez al día. Escuché pasar muchas ambulancias, eso era aún peor que el silencio. Pero me gustaba oír los aplausos de las ocho de la tarde.
Al cabo de un tiempo la gente volvió a salir a la calle y lo abarrotaron todo. La mayoría llevaba mascarilla, pero otros no. Los bares y las tiendas abrieron y se llenaron. Las playas estaban repletas de gente aún antes de que llegara el verano. Vinieron turistas y la calle se llenó de vida. Y aunque no se celebraron fiestas oficiales, muchos las celebraban por su cuenta. Yo creía que todo había acabado.
A pesar de ello, estaba triste. Me faltaban muchas personas y eso siempre me ha dejado la sensación de perder una parte de mí.
Ahora hace un año de aquello y sé que no ha acabado, porque cada cierto tiempo, veo toques de queda que cambian de hora, bares y tiendas que cierran unos días, para abrir luego y volver a llenarse de gente. Y, luego cierran de nuevo y otra vez la misma historia.
¡Ay! Nadie aprende de sus errores, y menos aún cuando aquellos errores pertenecen a otras generaciones que ya no están, pero que, de estarlo, no serían escuchados. Dicen que nadie escarmienta en cabeza ajena. Pero mi gente de hoy, ya ha tropezado tres veces en la misma piedra. Apenas una tregua y de nuevo el rugir de las ambulancias recorriendo las carreteras día y noche.
No tengáis prisa en llenar las calles o en hacer fiestas. Ya haremos muchas cuando todo se solucione, creedme. ¿Acaso no hemos paseado juntos todas las tardes, nos hemos bañado en ese mar, hemos disfrutado de almuerzos familiares a la sombra del toldo, de multitud celebraciones entre amigos? ¿Acaso no hemos abarrotado el campo de fútbol para gritar los goles y no hemos llenado el auditorio para cantar junto al artista de moda? ¿Acaso no nos hemos emocionado al ver pasar por la tribuna una procesión o hemos acudido al puerto a ver los fuegos artificiales de inauguración de la feria sin sombra de duda de que aquello siempre había sido así y seguiría siéndolo? Sé que nunca os hubieseis imaginado lo que ahora está pasando, pero yo, que ya lo viví muchas veces, os puedo asegurar que esto pasará y todo volverá a ser como antes. Pero para ello tenéis que protegeros. Tomaos el tiempo que necesitéis porque yo estaré aquí con los brazos abiertos, sabiendo que el reencuentro definitivo será nuestra mayor alegría. Vuestra ciudad siempre os echa de menos y sabe esperar.
© MJ