Revista En Femenino
Ahora, un escritor nos ofrece la sorprendente visión de que este consejo puede ser perjudicial para la salud.
La primera vez que cuestioné la sabiduría popular sobre la naturaleza de una dieta sana fue en la época en la que solo comía ensaladas, hace casi 40 años, y el objeto de la duda fue la sal. Los investigadores afirmaban que los complementos de sal eran innecesarios tras el ejercicio extenuante y este consejo fue difundido por los periodistas especializados en temas de salud. Recuerdo los entrenamientos de fútbol en el instituto de Maryland, cuando sudábamos profusamente en las sesiones dobles, los días calurosos y abrumadores en que llegábamos a 33 grados. Sin pastillas de sal, no podría haber aguantado los entrenamientos de dos horas; no podría haber llegado al aparcamiento sin sufrir calambres.
Aunque los nutricionistas deportivos han recomendado desde entonces que debemos reponer la sal que perdemos cuando sudamos al realizar una actividad física, el mensaje que nos indica que deberíamos evitar la sal en cualquier otro momento, sigue pareciendo convincente. Los expertos dicen que la sal aumenta la presión arterial, provoca hipertensión y aumenta el riesgo de muerte prematura. Por ello, las directrices dietéticas de los organismos públicos siguen considerando la sal como el enemigo público número 1 por delante de la grasa, el azúcar y el alcohol. Por ese motivo, el director del Centro de Control y Prevención de Enfermedades ha sugerido que la reducción del consumo de sal tiene la misma importancia a largo plazo que dejar de fumar.
Y, sin embargo, el argumento de “coma menos sal” provoca una controversia sorprendente: porque la evidencia real que lo respalda es muy débil. Cuando me pasé la mayor parte del año 1998 investigando sobre la sal —cuando ya hacía casi un cuarto de siglo que habían empezado las recomendaciones para que tomáramos menos sal— los redactores de las revistas y los responsables de la salud pública eran muy inocentes en lo relacionado a la poca solidez de las pruebas que confirmaban que la sal era la causante de la hipertensión.
De hecho, uno de los redactores del Journal of the American Medical Association (Revista de la Asociación de Médicos Norteamericana) me dijo en aquella época que las autoridades que difundían el mensaje de que tomáramos menos sal se habían comprometido a educar en el consumo de la sal por motivos que van más allá de lo científico.
Mientras que en aquella época, la evidencia simplemente no podía demostrar que la sal fuera dañina, las pruebas de los estudios publicados en los dos últimos años sí sugieren que restringir el consumo de sal puede aumentar nuestra probabilidad de morir prematuramente. Dicho de otra forma, si tomamos tan poca sal como sugieren el Ministerio de Agricultura de Estados Unidos y el Departamento de Educación de California, en vez de ayudar a nuestra salud, la deterioraremos.
Una hipótesis por demostrar
¿Por qué nos han dicho que la sal es tan letal? El consejo siempre ha parecido razonable: al ingerir más sal, el cuerpo retiene más agua para mantener una concentración estable de sodio en sangre. Es por ello que la comida salada nos produce sed: bebemos más; retenemos más líquido. El resultado puede ser un aumento provisional de la presión sanguínea que persiste hasta que los riñones eliminan la sal y el agua.
La cuestión científica es si este fenómeno temporal se traduce en problemas crónicos: si tomamos demasiada sal durante años, ¿aumenta nuestra presión sanguínea, nos causa hiper tensión y por tanto infartos y muerte prematura? Tiene sentido, pero es solo una hipótesis. La razón por la que los científicos hacen experimentos es para demostrar que las hipótesis se cumplen.
En 1972, cuando los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos introdujeron el Programa de Educación sobre la Hipertensión para ayudar a prevenirla, todavía no se había hecho ningún experimento significativo. La mejor investigación sobre la conexión entre la sal y la hipertensión fue llevada a cabo con dos tipos de pruebas. La primera consistió en la observación reiterada de poblaciones que consumían poca sal y se llegó a la conclusión de que apenas tenían casos de hipertensión.
Lo que ocurre es que tampoco ingerían otra serie de ingredientes que podían haber sido un factor de riesgo, como por ejemplo el azúcar. La segunda se llevó a cabo con ratas “sensibles a la sal”. El estrés al que estaban sometidas hizo que desarrollaran hipertensión tras una dieta rica en sal. La trampa era que la dieta rica en sal de las ratas multiplicaba por 50 la cantidad que consumía el norteamericano medio.
Además, el programa se fundó para prevenir la hipertensión y los programas preventivos requieren medidas preventivas. Tomar menos sal parecía ser la mejor opción en ese momento, aparte de perder peso.
Aunque los investigadores reconocieron que los datos “eran contradictorios y no concluyentes” o que eran “inconsistentes y contradictorios” —dos citas textuales del cardiólogo Dr. Jeremiah Stamler, líder de las campañas “tome menos sal”, de 1967 y 1983— convirtieron en un hecho la hipótesis de que existe una relación directa entre el consumo de sal y el aumento de la presión sanguínea.
Desde entonces, los Institutos Nacionales de Salud se han gastado enormes sumas de dinero en estudios para probar la hipótesis y todos ellos han fallado a la hora de conseguir que la evidencia fuera más concluyente. Sin embargo, las organizaciones que abogan actualmente por la restricción de la sal confían esencialmente en los resultados de una prueba de 30 días: el estudio DASH-Sodium de 2001. Dicho estudio sugería que la ingesta de una cantidad significativamente menor de sal reducía moderadamente la presión sanguínea; no decía nada de que pudiera evitar una enfermedad coronaria o alargar la vida.
El problema de no consumir suficiente sal
La idea de que tomar menos sal puede perjudicar nuestra salud puede parecer rara, pero no es nueva. Un trabajo publicado en 1972 en el New England Journal of Medicine informaba de que cuanto menos sal tomáramos, mayores serían los niveles de renina, sustancia secretada por los riñones que desencadena una cascada de actividades fisiológicas y parece terminar en un aumento del riesgo de contraer una enfermedad coronaria. En ese supuesto, tomar menos sal, secreta más renina, aumenta el riesgo de enfermedad coronaria y, por tanto, de morir prematuramente.
Hace cuatro años, investigadores italianos publicaron los resultados de una serie de pruebas clínicas. Todos coincidían en que entre los pacientes con fallos coronarios, la reducción del consumo de sal aumentaba el riesgo de morir prematuramente. Otros estudios recientes sugieren que la reducción de la ingesta de sodio a los niveles propuestos por la política gubernamental como “límite superior seguro” (una cucharadita diaria si estás sano) es probable que produzca más daño que beneficio. Estos estudios llevados a cabo con más de 100.000 personas en más de 30 países, demostraron que el consumo de sal es notablemente consistente —aproximadamente una cucharadita y media diaria— entre las poblaciones de todos los tiempos.
Ello sugiere que la cantidad de sal que ingerimos viene determinada por la demanda fisiológica, no por la elección de la dieta. Y varios de esos estudios —que incluían a diabéticos del tipo 1, del tipo 2, europeos sanos y pacientes con insuficiencia cardiaca crónica— informaban de que las personas que consumían menos sal de lo normal corrían más riesgo de contraer enfermedades coronarias que las que consumían la cantidad normal.
Exactamente lo que había pronosticado el trabajo de 1972 sobre la relación entre la sal y la renina. Los defensores de la campaña “tome menos sal” argumentan que cualquiera que la fomente es cómplice de la industria alimentaria (a la que se ha criticado por añadir sal a los alimentos precocinados para mejorar el sabor) y no se preocupan de si dicha evidencia contradictoria salva vidas o no. Un responsable de los Institutos Nacionales de Salud me dijo en 1998 que cuestionar públicamente los datos científicos sobre el consumo de sal significaba ser un títere de la industria alimentaria.
Cuando varios organismos estadounidenses celebraron una reunión el pasado noviembre para debatir cómo conseguir que los norteamericanos tomaran menos sal (en vez de debatir si deberían tomar menos sal o no), los defensores de la reducción del consumo de sal argumentaron que los últimos informes que sugerían que el menor consumo de sal podía resultar dañino debían ser simplemente ignorados. Según el cardiólogo Graham MacGregor, quien há promovido las dietas bajas en sal desde la década de los 80, los estudios no eran más que una “molestia menor que nos causan un poco de irritación.”
Esta actitud de que los estudios que van en contra de las creencias predominantes deben ser ignorados, precisamente porque van en contra de las creencias predominantes, há sido la tónica general de las campañas anti-sal durante décadas. Quizás ya es hora de que cambien las creencias predominantes.
Gary Taubes ha obtenido el premio al mejor investigador otorgado por la Fundación Robert Wood Johnson a la investigación de la política sanitaria, y es también autor de Why We Get Fat: And What to Do About It (“Por qué engordamos y qué podemos hacer al respecto”).
El outro lado del salero
Nota del Redactor: No es sorprendente que este artículo fuera criticado por la sanidad pública una vez publicado. La sal se ha convertido en un tema controvertido, ya que cada vez se cuestiona más, científicamente, si su consumo en defecto o en exceso es perjudicial. Los críticos señalan inconsistencias en algunas de las investigaciones, incluidos los estudios excesivamente cortoplacistas, que inciden en que las cantidades diarias de excreción urinaria de sodio son una forma significativa de medir la ingesta de sal y que sacan conclusiones para toda la población, en su conjunto, partiendo de estudios realizados a individuos con estados de salud específicos.
En noviembre, la Asociación Norteamericana del Corazón publicó un nuevo análisis que respaldaba la recomendación de que todos los estadounidenses deberían reducir la ingesta de sal. Pero, tal y como declaró el Dr. Michael Alderman, editor del American Journal of Hypertension al New York Times el pasado mes de mayo, uno de los problemas del debate sobre la sal es que “todos los estudios son insuficientes”.
El tipo de investigación que podría dar una respuesta definitiva —un gran estudio en el que se asignara al azar una dieta baja en sodio a unas personas y a otras no y después se hiciera un seguimiento durante años para medir los resultados en la salud— puede que nunca se realice debido al alto coste y a los retos que plantea desde el punto de vista logístico y ético. Reader’s Digest busca los artículos sobre salud que más den que pensar.
Gary Taubes, escritor científico que ha desafiado los conocimientos convencionales sobre la pérdida de peso, plantea cuestiones importantes acerca de cómo se establecieron las políticas de sanidad pública relacionadas con el consumo de sal. El Dr. William B. White, presidente de la Sociedad Norteamericana de la Hipertensión, asegura que el consumo de sal probablemente no supone una preocupación para la gente sana. “Pero para los que tienen la tensión alta o alguna afección coronaria o renal, hay pruebas que demuestran que el consumo excesivo de sal es tóxico”, afirma.