Aunque no me gustan sus textos, comparto la etiqueta que Carlos Boyero le dedica a la filmografía anterior a 2022 de Isaki Lacuesta: experimental cansina obra. Nunca sus filmes me atraparon con sus sutilezas estilísticas y temáticas; más bien me desesperaba tanta contemplación en busca de instantes captados por la cámara (imprevistos o provocados por el guión o la producción, tanto da) que expresaran mucho más de lo que mostraban. Pero la cosa cambia cuando de pronto Lacuesta se atreve con la adaptación del libro de Ramón González Paz, amor y death metal (2018), que ha trabajado minuciosamente junto con Fran Araújo e Isa Campos (muy interesante guionista que ahora se encuentra además en pleno salto a la dirección) que les llevó casi dos años. Pensé que esta vez el tema era lo suficientemente contundente, universal, polémico, delicado e incandescente como para provocar un cambio de registro radical a su director. Y así ha sido con Un año, una noche (2022).
En esta película, la narración y los recursos están debidamente supeditados al contenido, sin intentar eclipsarlo, pero sobresaliendo lo suficiente como para dejar bien claro que detrás hay una finalidad, un deseo de mostrar algo de una manera propia (básicamente, una teoría sobre la superación), apoyándose en el argumento (y no al revés). De entrada, la película, levanta una serie de apuestas que consiguen captar la atención sobre ella (en esta entrevista a su director tienes una buena declaración de intenciones): la más importante, que el cine español se atreve con un suceso que la propia Francia todavía no se ha atrevido a encarar desde la ficción; las elecciones artísticas y técnicas sobre la violencia (totalmente acertadas respecto al tono y al estilo de la historia); los cambios introducidos sobre el original literario y, por último, el deliberado desorden temporal de los acontecimientos, que impiden que el espectador se acomode en el típico drama cronológico que trata de ordenar y presentar un suceso al que muchos se acercan por simple morbo o anhelo de espectacularidad (casi nunca por un interés social o personal).
La pareja protagonista (presente en la sala Bataclán de París aquel fatídico 13 de noviembre; en el filme recreada en el Apolo de Barcelona) personifica cada cual dos caminos diametralmente opuestos a la hora de afrontar lo sucedido, y que afecta de forma diferente e inevitable a ambos, incluyendo su trabajo, amistades y, por descontado, su relación como pareja. Todos esos niveles, junto con el antes y el después del atentado, son los que facilitan y justifican los constantes saltos hacia adelante y hacia atrás de la narración; buscando --provocando-- contrastes, revelando zonas oscuras, situaciones incómodas, incomprensiones, pensamientos difícilmente verbalizables ante otros seres humanos. A pesar de tantas dificultades, de tantas oportunidades para la pedantería o la banalización, Un año, una noche no se deja tentar por lo fácil ni pierde el pulso en ningún momento.
Resulta llamativa esa necesidad que tenemos los occidentales de procesar racional y/o narrativamente el sufrimiento, el dolor infligido por desastres sobrevenidos y violencias irracionales y terriblemente crueles. Ese intento de explicar los recuerdos, las obsesiones, pero también de desplegar el proceso interno que nos lleva a explicarnos nuestras sensaciones, sentimientos, perplejidades y reacciones. Lo hemos visto en el cine muchas veces, aunque esta vez Isaki Lacuesta ha encontrado un buen punto medio entre experimentación y comunicación para dar un salto adelante como cineasta y, de paso, ofrecernos un gran fragmento de cine.