La primera vez que me pasó, aunque estaba prevenido, me resultó violento e incómodo. Fue hace tres años, en la Facultad de Letras de la Universidad Helwan de El Cairo. Yo acaba de llegar unos días antes -neófito en esto de Oriente- con una beca para estar en la ciudad egipcia durante varios meses y terminar así mi tesina. La Universidad, que está a una hora en metro de la famosa Plaza de la Liberación -allá donde Tutankhamon debió ir a enfermar- está en la orilla opuesta del Nilo a donde se encuentra la pirámide escalonada de Zoser. Recuerdo que desde lo alto del puente que llevaba a la entrada de la universidad se podía ver perfectamente la faraónica construcción, palmeritas por doquier, y el río salpicado de velas blancas.
El caso es que allí me presentaron a un estudiante de arqueología muy simpático y risueño que, educadamente, me tendió la mano para saludarme. Esto, el primer día. Unos días después, ese mismo chico –llamémosle Mohamed, Ahmed u Omar, lo mismo da que da lo mismo- me vio por el pasillo de la facultad, se acercó a saludar y mientras yo le tendía mi mano él, en un movimiento rápido y rutinario, me plantó dos besos en la cara que, aparte de pincharme con su barba islámico-veinteañera e impregnarme de un olor de tío que lleva sin ducharse varios días, me dejaron plantao en el sitio. Mi primera reacción hubiera sido del tipo ¡tío, tío… qué corra el aire, eh, que corra…! Pero claro, para esta gente es la manera cultural de saludarse entre hombres, aunque prácticamente no sé conozcan de nada. Así que lo entendí y ahora lo voy viendo como algo habitual. Así que con el tiempo, he tenido que aclimatarme a esta forma de saludo. Eso sí, cuando un tío me saluda ahora, siempre extiendo mi brazo e intento ponerlo rígido al saludar primero -que note que le va a costar acercarse a mis mejillas, que no soy de saludo fácil- y si el contacto es inevitable, bien hago como esas ricas y tontas famosillas de la telebasura española que ni si quiera se tocan al acercar sus caras ¡muá, muá!
Lo de las mujeres es otra cosa. Entre ellas también se besan al saludarse pero ¡ni se te ocurra saludar a una mujer velada con dos besos si eres hombre! Así reza la norma número uno de la diplomacia española en Egipto. Pues bien, esa norma, la he transgredido en ocasiones. La primera vez que me pasó, algo escandalosa y chocante la verdad, fue en El Cairo. Después de un día entero buscando piso por la ciudad, era ya el octavo haciendo la misma actividad, guiado por una simsar –buscadora de pisos que en este caso era bastante religiosa-, agotado la planté a ésta dos besos al despedirme sin pensarlo y, para más inri, en mitad de la calle. La mujer se puso a temblar, miró a izquierda y derecha desconcertada y, acto seguido, echó a correr hacia un taxi que había parado en la acera de enfrente. Cerró la puerta trasera con ella dentro -pillándose la túnica al hacerlo- y se largó a toda prisa ¡Un hombre que no era su marido la había tocado! ¡Allah la estaba mirando y juzgando! No obstante, yo creo que le debió de gustar pues me llamó otra vez al día siguiente para seguir mirando pisos y vino muy maquillada, con túnica nueva y hasta me invitó a una shisha en un sitio caro…
En otras ocasiones me ha pasado lo mismo, sin que los besos llegaran a materializarse, con chicas más jóvenes. Ellas, al más puro estilo femenino español cuando uno va a plantar un beso en los labios de la chica deseada, también hacen el famoso movimiento de la cobra, el cual posiblemente sea llamado de “el los siete velos” –uno, el que se ve, y los otros seis, los invisibles que debe haber entre ellas y la realidad.
En fin, en cuanto a esto de saludar ahora creo que soy mucho mejor y me he adaptado perfectamente a la situación geo-cultural en la que me hallo. Pero por dónde no paso –no puedo, me es superior- es por ir cogido de la mano por un tío a lo largo de la calle ¡ni en la calle, ni en ningún sitio! Y es que aquí, en el mundo árabe en general, es habitual que dos amigos vayan cogidos del brazo o de la mano como si nada.
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He de confesar que más de un colega egipcio lo ha intentado conmigo. Les sale de forma natural, como si fueran con un colega egipcio más, pero, amigos míos, que dos tíos vayan cogidos de la mano y que se den besos al saludarse y despedirse, no es una práctica que vaya conmigo. Al menos no en la manera y en lugar en que he crecido desde luego. Por eso mismo, cada vez que alguno hace el amago de engancharme de la mano, al primer roce la quito enseguida -¡qué no hombre!, ¡qué eso son mariconadas leñe! que diría Torrente- y reprimo, a la vez, que la otra mano, instintivamente, aparte al atrevido de un empujón.
Sólo una vez intenté ir cogido de la mano para involucrarme un poco en su mundo. Duré unos segundos que se me hicieron eternos –este tipo de prácticas antropológicas no me van al parecer. Me sentí raro, incómodo, incluso agobiado quizá. Como cuando después de un rollete de una noche, en España, la chica te coge de la mano en todo momento, mostrando un vínculo afectivo que quizá nunca exista. En otra ocasión, un viejecito -guardián de una de las tumbas de Sakara- se cogió de mi brazo durante un buen trecho. Por respeto al pobre abuelillo, aguanté como un jabato –además, tenía cierto toque paternal el acto- mientras oía las risas de mi madre y mi hermana unos metros por detrás a la par que los obturadores de sus cámaras hacían “clic” al echarme fotos.
Es curioso cómo cambia la manera de saludarse dependiendo de la geografía y el área cultural dónde te encuentres. Aún entendiendo esta diversidad, qué quieren que les diga. Yo echo de menos poder comprobar el carácter de un tipo a tenor de un simple estrechón de manos, o poder imaginarme el tipo de mujer que tengo delante por la cercanía con la que siento su saludo mezclado con el olor del perfume que me invade al besarla en sus mejillas.