San Agustín fue obispo de Hipona, destacado pensador neoplatónico que legó una fecunda y diversa obra escrita y que entre los teólogos está considerado como el más grande de los padres de la Iglesia latina. El antiguo reino de Numidia, en la parte occidental del norte de África, donde nació San Agustín, se había transformado en provincia romana con el nombre de Africa Nova. A principios del siglo IV, el emperador romano Constantino consiguió reunificar esos territorios, que luego serían invadidos por los vándalos de Genserico en el año 429, aprovechando las revueltas sociales que la represión romana de la herejía donatista generó en aquella zona, imbuida de la religión maniquea.
Fuentes
Las fuentes para conocer la vida de San Agustín son extraordinarias para aquel entonces. La más importante son los primeros nueve volúmenes de sus Confesiones, aunque otras obras suyas, como los dos libros de las Retractationes, aportan datos precisos acerca de su actividad hasta el año 427. Por último, la Vita Agustini, escrita por su amigo y discípulo Posidio, obispo de Calama, es un importante documento para fijar fechas con una precisión ausente en personajes notorios de aquella época.
Infancia y educación
Aurelio San Agustín, que nació el 13 de noviembre del año 354 en Tagaste, ciudad del África romana en los confines de la Argelia y Tunicia actuales, era hijo del empleado municipal Patricio, quien no se hizo catecúmeno hasta los últimos años de su vida, y de Monica, dama de origen púnico y ferviente cristiana, religión que procuró por todos los medios inculcar a su hijo.
San Agustín fue un niño vividor y alegre, que frecuentó de inmediato lo que llamaríamos escuela elemental. Daba rienda suelta a sus instintos juveniles, hasta el punto que los deseos de su adolescencia los interpretaría luego como «pecado», cuando le fue revelada la teoría del pecado original. Sus primeros estudios se centraron en la lectura, matemáticas elementales y, sobre todo, latín —su lengua materna— y griego. Prosiguió la enseñanza en la vecina ciudad de Madaura, especializándose en retórica, pues su padre quería destinarle al foro. Aquél fue un medio estimulante para el joven ávido de saber. Empezó a estudiar a los clásicos y a imponerse una disciplina de memorización centrada, sobre todo, en la repetición textual de largos pasajes de Virgilio. Años después, este método le servirá para aprenderse casi de memoria la Biblia. Su estancia en Madaura queda interrumpida por la falta de recursos familiares.
Regresa entonces a Tagaste, en donde con dieciséis años se abandona a la holganza y el ocio ante el desespero de su madre, que soñaba con un hijo brillante y encumbrado.
De improviso, un generoso mecenas, Romanianus, se ofrece para subvencionarle estudios superiores en la gran capital, Cartago, la ciudad más «moderna» y libertina del Bajo Imperio.
El joven libertino
San AgustínEs el año 371, y San Agustín no puede sustraerse a los encantos del ambiente, llevando una vida desenfrenada. Sostuvo durante quince años relaciones con una mujer, con la que tuvo en el 372 un hijo, al que puso por nombre Deodato. En aquella época el brillante estudiante despreciaba la religión de su idolatrada madre por considerarla, según propias palabras, un «cuento de viejas». San Agustín frecuentaba las bibliotecas. En una ocasión lee el Hortensius de Cicerón, que le despierta la idea de una concepción filosófica del mundo. Inicia entonces la lectura de la Biblia, obra que se le antoja bárbara, anticuada, inepta para guiar los espíritus en la búsqueda de la sabiduría.
En esa búsqueda, prueba suerte como auditor en la popular secta de los maniqueos, religión oriental sincretista que establece un dualismo entre el Bien, proveniente de la luz, y el Mal, fruto de las tinieblas. Este sistema aparecía a sus ojos de hombre científico, en contraposición al cristianismo romano, como una religión independiente de toda autoridad, iluminada y verdadera. Hasta tal punto se entusiasmó que, cuando el 375, terminados sus estudios, sentó escuela de artes liberales en Tagaste, su madre rehusó recibirle en casa por haberse apartado del credo familiar.
Abre un escuela en Roma
Al poco, Tagaste se le hace pequeña e instala una cátedra de retórica en Cartago, en donde empieza a ser ensalzado por su brillante actuación en los concursos públicos de artes liberales. En el 383 empieza a cuestionar la cosmología maniquea porque le parecía inconciliable con la visión de filosofía griega al respecto, y se da cuenta también de que el dualismo de los maniqueos estaba en contradicción con su concepto sobre la divinidad.
Decepcionado de sus discípulos de Cartago, y ambicionando una mejor posición, a fines del 383 se traslada a Roma para abrir una escuela de letras, ante el disgusto materno. Allí se relaciona de nuevo con los omnipresentes maniqueos y, por un tiempo, con los maestros de la Nueva Escuela que predican el escepticismo filosófico, y a quienes más tarde refutará en sus diálogos Contra Académicos. Al poco de llegar, cae gravemente enfermo, durante un año, en casa de un amigo maniqueo que lo alberga. A principios del 384, por influencia del prefecto pagano de Roma, Símaco, obtiene la cátedra de retórica de Milán, sacada a concurso por el Estado y que, entre otras obligaciones, llevaba inherente el compromiso formal de dictar el panegírico del emperador.
Por fin ha encontrado la seguridad y el honor amparado en este cargo casi oficial. Su madre se siente orgullosa de él y acude a la ciudad imperial para hacerle compañía y presumir de hijo. Pero es en esta época cuando, paradójicamente, se siente más insatisfecho.
El converso
Con el tiempo, se adentra en los círculos intelectuales del entorno, en los que Ambrosio, obispo de Milán, ocupa un lugar preeminente. San Agustín acaba por asistir regularmente a sus sermones, que con frecuencia explican alegóricamente el texto del Antiguo Testamento. En esa explicación alegórica, aprendió que el reconocimiento de Dios como un espíritu puro, la espiritualidad del alma y el libre albedrío pueden muy bien estar en consonancia con las enseñanzas de la Iglesia a pesar del Antiguo Testamento. Además, el convincente obispo milanés citaba a menudo al neoplatónico Plotino, en cuyos tratados, que ya circulaban en versión latina, San Agustín fijó su atención. Estos tratados le ofrecieron una nueva visión del mundo, reforzada luego cuando el sacerdote Simpliciano, también de tendencia neoplatónica y más tarde sucesor de Ambrosio, le indicó cómo la especulación del logos del prólogo de san Juan Evangelista completaba la doctrina del nosotros de Plotino. Estaba cerca su conversión, por la que su madre hacía plegarias y sacrificios continuos. Pero el hijo quería llegar a ella a través de la reflexión filosófica. El hecho más decisivo fue llegar al conocimiento de los ascetas y anacoretas del desierto egipcio, sobre todo de Antonio, el más afamado de todos, cuya vida le relató Simpliciano. En un pasaje de sus Confesiones, que algunos creen añadido, cuenta que, profundamente emocionado por el relato, se adentró en el jardín de su mansión milanesa, y oyó una voz infantil que con insistencia repetía: «Toma y lee», mostrándole la epístola de san Pablo a los romanos. Pocas semanas más tarde, en el otoño del 386, renunciaba a su cátedra de retórica y, junto con su amigo Alipio y su hijo Adeodato, se retiró a las afueras de Casiciaco (hoy de imposible localización), para prepararse a recibir el bautismo en la próxima Cuaresma. En esta época de retiro se entrega al estudio profundo de Virgilio y a la discusión filosófica, de la que nacen los Diálogos filosóficos, su primera obra, y las Retractationes. Por fin, el Sábado Santo del 387 recibe el bautismo de manos de san Ambrosio.
Nombramiento de obispo
San Agustín y Santa MónicaMeses más tarde emprende el viaje de regreso a África, pasando por Roma. Durante el viaje muere su madre en Ostia, por lo que regresa a la Ciudad Eterna, donde permanece casi un año entregado a trabajos literarios. La añoranza de su ciudad natal le impulsa a seguir el viaje y en octubre del 388 llegaba a Tagaste, fijando la residencia en la casa de su padre, tras haber vendido lo superfluo de sus bienes, y entregándose, durante tres años, al estilo de vida cenobítica descubierta en su retiro de Casiciaco. De esta época datan sus obras De Música y De libero arbitrio, así como De Magistro y De vera religione. A pesar de ese retiro, su fama se extendió hasta tal punto que Valerio, obispo de Hipona, segunda ciudad africana de la época e importante puerto marítimo en la costa de Numidia, el año 391 le proclamó sacerdote mientras asistía al oficio dominical, sin sospechar siquiera lo que le esperaba. El nombre de Agustín iría desde entonces indefectiblemente ligado al de esta ciudad, hoy Annaba. Desde ese momento, la adicción por las artes liberales y la filosofía la traslada a una orientación puramente teológica. El año 395 ocupa la sede vacante por la muerte de Valerio.
Agustín de Hipona
La actividad de un obispo de la época era abrumadora, pues, además de atender a su misión pastoral, tenía que resolver los asuntos civiles de su comunidad, y, sobre todo, velar por la unidad en unos tiempos en que la doctrina apostólica aún no estaba consolidada y por doquier surgían divergencias, disensiones, herejías que ponían en peligro el sacrosanto principio de la unidad. Aun así, la pluma absorbió por completo la mayor parte de sus fuerzas. San Agustín no sólo poseía la cultura literaria propia de los hombres cultos de su tiempo, sino que además dominaba magistralmente la palabra y la escritura, sobre todo los resortes de la retórica, como la antítesis, la metáfora, los juegos de palabras y de ideas.
Su fecundidad literaria y el trabajo en ella desarrollado sólo tienen parangón con los del oriental Orígenes. San Agustín mismo asegura, en la revisión que hizo de sus escritos, que hasta el año 427 había compuesto 93 obras con un total de 232 libros, sin tener en cuenta los muchos sermones y las numerosas cartas que llevan su impronta. De las obras que menciona, sólo se han perdido 10. Sin duda, la más importante para la historia del pensamiento humano es De civitate Dei (La ciudad de Dios), en 22 libros, aparecida en diversas etapas desde el año 413 hasta el 426. Esta obra encierra la más excelsa apología de la antigüedad cristiana y es, al mismo tiempo, un riguroso ensayo acerca de la filosofía de la historia. Por otra parte, es de gran interés para los filólogos por las numerosas citas que aduce de los escritos perdidos de Terencio Varrón, como Antiquitates y De gente romani. También la poesía es un estilo omnipresente en sus escritos, como el Psalmus contra partem Donati, con 20 estrofas de 12 versos cada una, o De anima, en 53 hexámetros y algunos epigramas.
Como obispo y paladín de la ortodoxia, se ocupó durante un decenio, hasta el 400, en combatir al maniqueísmo. El segundo período lo consagró a impugnar la herejía donatista: movimiento norteafricano del siglo IV que recibe el nombre del obispo cismático de Cartago, Donato, y que fue fomentado por tensiones políticas y sociales, y por el conflicto surgido entre los mártires supervivientes y los que habían fallado en tiempos de persecución. Teológicamente, sostenía que el bautismo y la ordenación podían extinguirse. Brillante fue la actuación de San Agustín en una disputa habida en Cartago el 411 en una asamblea a la que asistieron 286 obispos católicos y 279 donatistas.
San Agustín consigue la condena papal del pelagionismo
Pero donde volcó toda su habilidad y sapiencia fue en el inacabable debate sobre el pelagianismo, herejía respecto a la teología de la gracia, formulada y propagada, a comienzos del siglo V, por el monje Pelagio, procedente de lo que hoy es Gran Bretaña, su discípulo Celestio y, algo más tarde, Juliano de Eclano. Cuando el 410 los visigodos hicieron su entrada en Roma, Pelagio y Celestio se trasladaron a Cartago, donde en un sínodo del año 411 Celestio fue excomulgado y condenada su doctrina. Entonces huyó a Oriente, adonde se había desplazado ya Pelagio. En ese momento intervino San Agustín, porque Pelagio había intentado ganarse reputación de ascético en su retiro de Belén hasta conseguir las simpatías del patriarca Juan de Jerusalén, de manera que en el sínodo de 415, en el cual se presentó el español Osorio de parte de san San Agustín, Pelagio salió victorioso, al igual que en otro sínodo celebrado ese mismo año en Dióspolis de Palestina. Pero San Agustín no le perdió de vista. La pugna fue larga y laboriosa hasta que el obispo de Hipona consiguió que el papa Inocencio I, bien informado por los africanos, condenara explícitamente a los pelagianos. Entonces fue, en el 417, cuando san Agustín, al recibir la carta papal, pronunció la célebre frase: «Roma locuta, causa finita», empleada más tarde para indicar que una cuestión debatida ha quedado zanjada definitivamente.
Muerte de San Agutín
Como abanderado de esa lucha, San Agustín, que murió el 28 de agosto del 430 mientras los vándalos asediaban Hipona, recibió el título de Doctor Gratiae. Su influencia se ha dejado sentir no sólo en la filosofía, teología y moral eclesiásticas, sino también en la vida social, la política de la Iglesia, el derecho civil; en una palabra, fue uno de los más relevantes artífices de la cultura occidental del Medioevo. Aun así, nada caracteriza mejor al pensador auténtico e investigador sincero que su declaración, hecha varias veces, de que le examinasen los críticos y de que sus ideas no fueran seguidas a ciegas.