Revista Cultura y Ocio

San Ignacio de Loyola

Por Enrique @asurza

Ignacio de Loyola fue soldado de profesión hasta los treinta años de edad y luego fundador de la Compañía de Jesús. Su vida coincide, casi en fechas, con la del rey Carlos l de España, con quien tuvo bastantes puntos en común. Iniciado en la carrera de las armas, como correspondía a un noble de la época, abandonó el ejército para crear la orden de los jesuítas, que pasa por ser una de las respuestas más originales y eficaces surgidas de las filas del catolicismo para frenar la emergente Reforma luterana.

Los años decisivos

Iñigo López de Loyola, después universalmente conocido como Ignacio de Loyola, nació en 1491 en el seno de una familia de ilustres soldados. La profesión de sus mayores marcó tan decisivamente su carácter que siguió pensando y actuando como un soldado incluso después de abandonar las armas. En su adolescencia entró al servicio de Juan Velázquez de Cuéllar, contador mayor de los Reyes Católicos, para luego pasar a gentil hombre de don Antonio Manrique de Lara, duque de Nájera y de Medinaceli y virrey de Navarra.

Cae herido en batalla

Ignacio de Loyola
Ignacio de Loyola como militar

La invasión francesa de 1521 le sorprende ya con grado de capitán y participa activamente en la defensa de la sitiada Pamplona. Gravemente herido en una pierna por una bala de cañón, cuando la capital navarra se rinde a la superioridad del enemigo, Ignació se retira a su casa solar de Loyola para recuperarse. Ante su gran disgusto, los dos únicos libros que encuentra para distraer las largas horas de vela son el Flos sanctorum, de Jacobo de Varezze, y la Vita Christi, de Ludolfo de Sajonia. Sin embargo, la influencia de esos libros se dejará sentir en Ignacio en la forma de un profundo proceso de introspección que culminará en la súbita pero irrevocable decisión de abandonar por completo la carrera militar.

Peregrinación e introspección espiritual

Una vez curado, aunque la herida le dejará como secuela una leve cojera, y sin saber muy bien todavía qué hacer de su vida, en 1522 peregrina a la abadía de Montserrat y luego a Manresa. Aquí permanece casi un año, viviendo en una cueva, dedicado a la oración y a las lecturas (entre ellas la Imitación de Cristo, de Tomás de Kempis, y probablemente el Ejercitario de la vida espiritual, de García Cisneros), al tiempo que sigue ejercitándose en la introspección espiritual. Fruto de esas experiencias son los Ejercicios espirituales, manual para la formación de almas que continúa ejerciendo hoy en día una influencia decisiva en la educación de los miles de millares de alumnos que tienen los jesuitas en el mundo entero. La versión actual, y definitiva, de este libro fue completada y refundida por él mismo en Roma y publicada por vez primera en 1548. Su estancia en Manresa culmina con la que sus discípulos continúan describiendo gráficamente como su última vela de armas, pues al cabo de toda una noche de meditación Ignacio ha tomado la segunda de sus decisiones más decisivas: aunque todavía no sabe cómo se materializará, sí sabe en cambio que va a poner su vida al servicio de Dios.

Años de madurez espiritual

En 1523, al regresar de su peregrinación a Tierra Santa, Ignacio de Loyola estudia latín en Barcelona, dialéctica, física y filosofía en Alcalá de Henares y teología en Salamanca. Pero en ambas universidades castellanas es acusado ante la Inquisición de adoctrinar a sus condiscípulos, mucho más jóvenes que él, por lo que es juzgado y encarcelado. Al ser liberado, en 1527, con la expresa prohibición de tratar temas de religión con sus compañeros, opta por trasladarse a París. Allí también pasará tiempos difíciles debido a los sangrientos combates entre católicos y protestantes que se van extendiendo por toda Europa y que se traducen, en el ámbito universitario, en una agria polémica entre los humanistas católicos partidarios de una renovación en consonancia con las propuestas protestantes y los fieles a la escolástica tradicional.

Grandes personajes se consagran

San Ignacio de Loyola crea la Compañía de Jesús
San Ignacio de Loyola crea la Compañía de Jesús

Entre 1528 y 1533 estudia latín y filosofía en los colegios de Montaigu y Santa Bárbara. Pero, significativamente, el último curso de teología lo pasa en el convento de Santiago, célebre por contar entre su profesorado a católicos renovadores de la talla de Francisco de Vitoria y Pedro de Nimega. Y no menos significativos son los hombres que le siguen ya con la ciega obediencia del soldado: Francisco de Javier (el futuro evangelizador del Extremo Oriente), Diego Laínez (el teólogo que tanta influencia tendría en el Concilio de Trento), Nicolás de Bobadilla y Alfonso de Salmerón, así como el saboyano Pedro Fabro y el portugués Simón Rodrigues. Juntos se consagraron al servicio de Dios en la ermita parisina de Montmartre (1534), uniéndoseles poco después el también saboyano Claudio Le Jay, el picardo Pascual Broet o Juan Coderi, natural del Delfinado, todos ellos hombres de sólida formación universitaria y decisivos en la futura capacidad de penetración de los jesuitas en el corazón mismo de la Europa protestante.

Funda la compañia de Jesús

En 1537 fue ordenado sacerdote en Venecia, y mientras aguardaba junto a sus compañeros la ocasión propicia para emprender una nueva peregrinación a Tierra Santa (ocasión que finalmente no se presentaría), Ignacio de Loyola llevó a cabo la redacción definitiva de los estatutos de la Compañía de Jesús, así llamada porque fue concebida como «una compañía de combate al servicio de Dios». La agresividad propia de su primitiva educación militar, unida a la formación universitaria de corte progresista recién adquirida, serán dos características que marcarán profundamente todo el desarrollo posterior de la orden recién fundada.

El camino hacia la universalidad

Además de los tres votos clásicos (pobreza, castidad y obediencia), Ignacio insiste en uno que ya figuraba en la consagración de Montmartre y que en su día no fue bien entendido: el voto expreso de obediencia al papa en lo relativo a cualquier misión apostólica. Con la astucia que siempre caracterizó al caudillo vasco, al ponerse directamente al servicio del sumo pontífice sustraía de hecho a los suyos en gran medida al control de los obispos de cada provincia eclesiástica, creando en realidad una iglesia dentro de la Iglesia. Ello sería con el tiempo uno de los caballos de batalla de la Iglesia secular en su sorda pero infatigable lucha por recuperar el control de la poderosísima Compañía. Y ello sería asimismo motivo de que, algún tiempo después, el propósito general de la orden acabase siendo conocido popularmente como el «papa negro». En el siglo XVIII, y en plena y generalizada persecución contra los jesuítas, la hagiografía popular identificará al sucesor de Ignacio de Loyola como la pura y simple encarnación del Anticristo. Al margen de la realidad histórica de tales acusaciones, el hecho sería una prueba del sólido asentamiento y la rápida expansión de la orden fundada por Ignacio de Loyola, cuyos estatutos fueron aprobados en 1540 por el papa Pablo III mediante la bula Regimini militantis Ecclesiae. Ignacio de Loyola es a partir de ese momento un general (cargo para el que es elegido por unanimidad en 1541) que lanza sus ejércitos a la conquista del mundo.

Expansión de la compañia de Jesús

En poco más de diez años, la orden cuenta ya con más de setecientos miembros que ejercen sus funciones apostelares en Portugal, España, Italia, Brasil y la India, a las que no tardarán en unirse las provincias de Francia, con más de setecientos miembros que ejercen sus funciones apostolares en Portugal, España, Italia, Brasil y la India, a las que no tardarán en unirse las provincias de Francia, Alemania, Países Bajos, Polonia, Irlanda, Inglaterra y Escocia, en Europa; Indochina, las Filipinas, Japón y China, en el Extremo Oriente; Angola, Congo o Etiopía, en África, y México, Paraguay, Perú y Chile, en América. Pero el fundador sabe que esa expansión no puede sostenerse sin hombres sólidamente preparados, y de ahí que funde en 1551 el Colegio Romano (la futura Universidad Gregoriana donde impartirán enseñanza Francisco de Toledo, Juan de Mariana, Roberto Bellarmino o Francisco Suárez, llegando a contar en su momento álgido con casi dos mil alumnos). Y sabe asimismo que dicha expansión debe hacerse en base una ideología propia, y así, aparte de reescribir y publicar en 1548 los Ejercicios espirituales, dedica gran parte de sus ya gastadas fuerzas a redactar, entre 1547 y 1553 (es decir hasta tres años antes de su muerte), las Constituciones de la Compañía de Jesús. Tanto una obra como otra revelan, en términos generales, un fanatismo en la persecución de los fines apostólicos atemperado por un cierto pragmatismo en los medios aplicados para conseguirlos (por ejemplo, la célebre y controvertida casuística), ambivalencia que será asimismo esgrimida más tarde por sus enemigos para acusar a los jesuítas de laxitud ideológica. Sin embargo, ello no será hasta mucho después. De momento, bajo la férrea pero imaginativa mano de Ignacio de Loyola y sus más directos colaboradores, la Compañía de Jesús alcanzará un impulso inicial que hará de ella, en el curso de los cien años siguientes, una de las armas más brillantes y eficaces surgidas en el seno del catolicismo para frenar a la Reforma. Y no hay un solo frente, ya sea científico, religioso, educativo, político, económico o social, en el que la Compañía no esté en primera línea: desde las comisiones pontificias del Concilio de Trento hasta los círculos más influyentes de las diversas cortes japonesas, o desde las Disputaciones metafísicas de Suárez hasta las reducciones del Paraguay, por poner ejemplos tan dispares como puedan ser la redacción de dogmas defínitorios de la fe católica, el ejercicio de la diplomacia en el Extremo Oriente, el diseño de una metafísica escolástica o la acción civilizadora sobre unos indígenas, en todos ellos encontramos a discípulos de Ignacio de Loyola ejerciendo un brillante papel.

San Ignacio de Loyola
San Ignacio de Loyola

La santidad

No deja de ser significativo que esa suerte de siglo de oro jesuítico abarque aproximadamente desde el inicio del Concilio de Trento (1545) hasta la firma del Tratado de Westfalia (1648). El concilio significa la primera reacción común del catolicismo frente a los avances de la Reforma luterana con el establecimiento de un corpus de dogmas y fundamentales y la aplicación de unas normas disciplinarias que acabarán modelando el catolicismo tal como llegaría a nuestros días. En Westfalia se firman una serie de tratados que, de manera inmediata, ponen fin a la última secuela de la Reforma, es decir, la llamada guerra de los Treinta Años. Aunque, en definitiva, lo que se liquida allí es el viejo sueño de los Habsburgo de un imperio universal.
Contemporáneo de Carlos V y enemigo de los enemigos de éste (no se olvide que la bala que lo dejó cojo para toda la vida pertenecía a los ejércitos de Francisco I, el viejo oponente del Habsburgo), Ignacio de Loyola compartía con su emperador la idea de un imperio universal y la Compañía que él pone al servicio de Dios lucha en los mismos frentes, y con unos métodos y objetivos muy similares. Y el fracaso político de uno es hasta cierto punto similar al fracaso religioso del otro. La Contrarreforma, que cada cual lleva a cabo a su manera, logra en un principio detener el avance luterano, pero en cambio no logra a su vez avance alguno, y cuando la serie de acuerdos conocidos bajo el nombre de Tratado de Westfalia sustituye definitivamente la idea del imperio universal por la de equilibrio europeo, el imperio de los Habsburgo entra en fase de liquidación y la Compañía de Jesús parece perder su más genuino impulso. Aún continuará la obra civilizadora en tierras exóticas, pero en Europa se inicia ya una dinámica de decadencia que desencadenará, un siglo después, la persecución generalizada contra los jesuítas y su supresión formal (1773).
Pero Ignacio de Loyola, una vez publicadas las Constituciones y ya con la salud muy quebrantada, se irá retirando progresivamente de la dirección activa de la Compañía para seguir con su mirada inquisitiva el portentoso desarrollo inicial. Cuando muere, en 1556, es reconocido universalmente como uno de los hombres más influyentes de la cristiandad. Pablo V le declara beato en 1609, y Gregorio XV, santo en 1622. Para entonces, más de quince mil jesuitas llevan a su apogeo en todo el mundo la obra ignaciana.

Escrito por Historia Universal

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