Hay, en los toros bravos que saben que van a morir, una mirada honda, vieja como la propia Tierra, zaína y triste como un fado, bajo la que se adivina siempre una súplica insoslayable: la de una muerte rápida y digna que ponga fin _a las cinco de la tarde, a las cinco en punto de la tarde_ a la absurda lidia de metal y sangre sobre el albero.
Y yo, que me he muerto tantas veces al ver matar a un toro, hoy reclamo _como Girondo_ un fin de fiesta a la altura de mi encaste: noble, temperamental, atávico.
Reclamo que el descabello no tarde.
Que sea limpio, definitivo, certero.
Que la espada no yerre.
Que la mano no tiemble.
Que el torero no humille.
Que la plaza no calle.
Y que venga... ¡Que venga la luna a besar mi sangre sobre la arena!.