A instancias de un amigo, me inicié en la crítica literaria muy a finales de los años 80 en el suplemento de El Norte de Castilla, dirigido entonces por José Jiménez Lozano. Era un ejercicio libre, que me permitía pulsar lo que quisiera, y sobre todo, mantener activa la pluma entre trabajos de más largo alcance. Hablaba entonces de libros muy dispares: desde los diarios de Dhiaguilev, una biografía de Joyce, las memorias de Concha Méndez, el ensayo El polen de ideas, de Darío Villanueva o la novela de un escritor novel, Manuel Díaz Luis, Las aguas esmaltadas.
"A juzgar por los primeros y las hambres, yo diría que soy escritor", decía en la solapa de la novela este joven que moriría prematuramente. Por eso ahora celebro la recuperación de esa novela por parte de un editor joven, Fabio de la Flor, en su exquisita editorial DELIRIO.
Nosotros venimos a serle de San Andrés de la Sierra, del sur de Salamanca, de la parte que dicen Sierra de Francia, entre Santo domingo y San Muriel, en la ladera misma del monte de la Quilama [...] San Andrés ronda las cuarenta casas, unas mejores, otras peores, pero todas limpias y bien encaladas, a la sombra de la iglesia, que está encima mismo de un ribazo, vigilándolo todo, como un guarda forestal. Las casas todas agachadas en la vaguada, al pie de la ladera.
Este es el escenario de los fragmentos de vidas que Manuel Díaz Luis (Salamanca, 1956) encierra en las páginas de su novela, estructurada en 33 secuencias -muy breves en su mayoría-, en las cuales se combinan el relato y la anécdota con las escenas dialogadas. Un narrador cuyo perfil va dibujándose poco a poco -sin llegar a adquirir rasgos destacados, pues al autor le conviene la pseudo-anonimia que así, algo borrosa, resulta más integrada en el friso colectivo-, cuenta a un no menos borroso interlocutor las historias acontecidas en un tiempo lejano y casi legendario, próximo a aquel "año de las lluvias", cuando él y los otros muchachos andaban "por los doce o catorce".
La novela arranca del ámbito de los adolescentes -los liderazgos, las pandillas, las maldades de Julio Burrablanca, la patética historia de Julio Cagaleras...- y, poco a poco, los personajes y sus historias van apareciendo ante el lector levemente engarzados, como las cerezas. Así, unos personajes arrastran a otros y entre todos pautan los momentos del vivir.
En Las aguas esmaltadas Manuel Díaz Luis trazó un vivo cuadro de la España rural en el que tienen cabida las costumbres primitivas, las supersticiones y tradiciones, el atavismo, la brutalidad y el absurdo, los instintos primarios y feroces, la crueldad, y también las creencias y valores de estas gentes, la naturaleza y el amor.
Quiero reivindicar esta novela después de los aspavientos que buena parte de la crítica y del periodismo cultural aireó recientemente a raíz de EJEM, ejem...