Hoy hace 3 años que nos casamos.
Cuando me quedé embarazada, mis padres insistieron en que nos casáramos. No tanto por el qué dirán – al fin y al cabo todo el mundo sabe restar – sino más bien por el amparo legal y administrativo que me proporcionaría ese estado civil frente a las posibles desavenencias de un desconocido (mi marido y yo prácticamente nos acabábamos de conocer) en un país extraño (mi mamá es abogado, por si no se había notado).
Decidimos esperar un poco por varias razones y el 8 de septiembre del 2007 nos casamos en Madrid, por la Iglesia. Fue una boda pequeña, ni siquiera llegamos a los 100 invitados. Decidimos que, ya que lo hacíamos a la española (mi suegro incluso se puso un chaqué), el número de alemanes y españoles estuviese un poco equilibrado y disfrutásemos todos del ambiente.
En principio iba a ser algo sencillo, pero mi madre se puso romanticona y al final tiró un poco la casa por la ventana, así que me casé en una ceremonia preciosa, con el vestido que quise y en una de las celebraciones que más he disfrutado de toda mi vida.
Dadas las circunstancias, no hicimos viaje de novios. Al día siguiente nos metimos todos en un avión de vuelta a Berlín, mi marido se reincorporó y celebramos el primer cumpleaños de nuestro primer fruto del amor.
“El año que viene”, nos dijimos. Pero tampoco cayó esa breva.
Un año después todavía quedaban cajas por desembalar en nuestro nuevo hogar (mierdapueblo) y además mi marido estaba de viaje. Por lo menos mi suegra tuvo el detalle de invitarme a cenar, pero claro, aunque cenar con tus suegros Kartoffelnsalat es mejor que hacerlo sola el día de tu primer aniversario de boda, no es que sea lo más especial del mundo.
Un año después, nuestro recién estrenado segundo fruto del amor, hizo que nos acordáramos de fecha tan señalada a posteriori. Tampoco hubiésemos podido celebrarlo demasiado, pero darte cuenta en pleno tirón de puntos mientras le limpias el cordón a un recién nacido, que ayer fue tu aniversario, da mucha pena.
Hoy por lo menos se ha acordado mi marido, porque yo me he levantado atontada y de muy mala leche después de una noche toledana. Romanticismo cero. Nos queremos un huevo, de eso no cabe duda. Nos lo recuerdan todos los días los frutos de ese huevo. Hoy, por supuesto, con una noche típica, en la que no hemos conseguido pegar ojo más de dos horas del tirón, a ratos 2 y a ratos 4 en la cama (o 5 si contamos el cojín de lactancia gigante sin el que no puedo pegar ojo), con un tractor atropellándonos los tobillos y haciendo los cinco lobitos en un intento de aislamiento romántico adulto (ya sabéis “feliz aniversario, te quiero mucho como la trucha al trucho” y esas cosas) después del café.
Pero a Dios pongo por testigo que del año que viene no pasa. No más embarazos, ni partos. El año que viene, por estas fechas, nos vamos los dos solos. A donde sea. Aunque sea un día.
Este verano, en la piscina de casa de mis padres había una pareja, hijo él de unos vecinos de toda la vida. Habían dejado a sus dos hijos (6 y 8 años) 10 días en casa de los abuelos y se habían ido a Portugal con el coche. Sin prisas, sin pausa y sin itinerario marcado. Su cara de felicidad (y descanso), los arrumacos casi adolescentes que no podían evitar dedicarse a ratos, las miradas cómplices… me sumergen todavía en nostalgias de futuro y me tranquiliza al mismo tiempo porque me hacen saber que mi estado de ficus decorativo (que tengo a mi marido muy abandonado) y la sensación casi diaria de que, más que compañeros sentimentales, parecemos compañeros de faena, no son eternas (o por lo menos no son permanentes).
Dentro de un año, aunque nos pasemos el viaje hablando de lo que bien que hace fruto 1 esto o aquello, de lo divino que está fruto 2 o de qué alimentos toca introducir a fruto 3, me voy con mi marido a querernos unos días con tranquilidad. No mucho, eso sí, no vaya a ser que volvamos esperando a fruto 4.