Todas las noches, justo después de cerrar los ojos para intentar dormir, se imaginaba el mar.
Comenzaba por sentir sus pies en la arena, medio hundidos en esa parte que sólo rozan algunas olas, las que en verano con bandera amarilla mojan las toallas de los veraneantes poco precavidos. Se miraba los dedos y los movía sobre la arena, como en una prueba de que el sueño estuviera funcionando. Después esperaba una ola, y al llegar sentía la alegría de un niño, mientras sentía el frío de su repentina caricia. Y como un niño su mirada seguía a la ola, más niña todavía, escapándose de su travesura hacia su madre, el mar, que la esperaba. Y dejaba allí su mirada descansar. La enviaba lentamente a derecha e izquierda del horizonte, fijándose a veces en los fugaces blancos de una cresta sobre el azul oscuro. A veces, imaginaba un velero, a lo lejos. Un barco de velas blancas, de anuncio de perfume, un velero de Cannes, de Alain Delon en camisa blanca él, y gafas de sol, bikini a topos y pañuelo rojo ella. Y les decía adiós desde la playa.
Algunas noches, si tardaba en dormirse, se imaginaba sentándose en la arena. Todo tranquilo, con el viento justo, el atardecer perfecto, el sol ni molesto ni acabado. Y se tocaba el pelo. Y sonreía. Y se dejaba dormir en aquella playa, tranquila y suya, tan lejana.
Le alejaba de todo. Del ruido, del ahogo del metro, de las calefacciones imposibles en febrero y de los acondicionadores tropicales en agosto. Le hacia sonreir ante las posibles peticiones de sus jefes el martes y las seguras broncas del jueves. No había problemas grandes en comparación con aquel mar. Había noches que unos niños hacían castillos de arena a su lado, con cubos verdes y un rastrillo, rojo y mellado. Y en una ocasión, un bajel pirata se acercó lo suficiente para ver sus 10 cañones por banda, antes de alejarse a toda vela, volando, cortando el mar. Todo era suyo. Soñaba, y el mundo giraba y se colocaba. Porque en realidad, mientras pudiera respirar y moverse y amar, y luchar y perder, o ganar (aunque eso debe ser ya la hostia), mientras la vida se lo permitiera, al llegar la noche y cerrar los ojos, él sería el amo de su vida. El decidía.
Se imaginaba el mar.
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