El Cid, sin trampas, pico ni cartón. CABRERA
Madrid. Plaza de toros de Las Ventas. San Isidro. Décimo sexta de feria. Lleno. Toros de Juan Pedro Domecq, Gavira y Mari Carmen Camacho para Julio Aparicio, El Cid y Morante de la Puebla.
Nueve toros han saltado esta tarde al ruedo venteño, de esos nueve, seis de Juan Pedro, dos de Gavira y uno de Camacho. Impresentables casi todos, tapados por la cornamenta, pero muy escurridos de carnes, poco musculados y con expresiones papales. El quinto tris, de Mari Carmen Camacho es el toro más feo y peor presentado que se ha podido ver en tiempo por esta plaza. Los de Gavira, boyares medio inválidos. Los bodegueros, como siempre, al límite de fuerzas y nobles como Borbones, sólo se salva de la quema el sexto.
Julio Aparicio ha pasado en apenas veinticuatro horas de paladear las mieles del triunfo con un cuvillo de vuelta al ruedo, a llevarse el tabaco más gordo de su carrera. Una zancadilla alevosa, como las que repartía el Tarzán Migueli, ha dado con sus huesos en la arena. Una vez allí, reo de sus lagunas físicas, estaba condenado a merced del toro, que lo empaló por el guajerro como el gancho de un carnicero. Se mascó la tragedia. Antes, había saludado a la verónica con gusto y empaque al jabonero que lo mando al hule. Con la gente preocupada, en estado de conmoción, la corrida quedó en un mano a mano entre Morante, al que todos querían ver, y El Cid, el que estaba estorbando más que el jueves.
Después de dieciseis festejos, unos peores y otros aún peores; de ver con la plaza abarrotá a El Juli, Morante, Castella, Perera o Talavante, resulta que viene El Cid, que está muy visto, y realiza el mejor toreo, Rafaelillo aparte, de más de medio mes infumable. Si hasta le habían preparado una mani, que ya hay que ser retorcido, además de descastado, para abandonar tu localidad en el toro del único torero que durante años, con su gallardía, vergüenza y ciclópeo toreo, ha devuelto, con creces, el dinero y la ilusión al aficionado. El Cid ha sido, y sigue siendo, el único clavo ardiendo al que aferrarse en estos tiempos de uris gellers, artistas pétreos y quintaesenciadores quiméricos. Cuando se torea, se está y se vive, con la semilla de la verdad por delante, siempre termina florenciendo, pase lo que pase. Le cortó una oreja a ley al sexto, un juanpedro noble y colaborador, como no podía ser de otra manera, que le regaló veinte embestidas tan dulces, que resultaban pringosas, por el pitón derecho. Por el izquierdo reparaba y no pudo haber lucimiento, dejándonos con la miel a dos dedos de los labios. Oreja sin discusión. Antes, una voltereta fea del feo segundo lo había hecho entrar en una catarsis interna. El susto y la rabia produjeron en el saltillero un efecto rebote, una purga en lo más hondo de su orgullo que nos llevó a verlo en su versión más encastada, que no de toreo más puro. En el cuarto bis, otro mulo de Gavira, su obra careció de regularidad: un muletazo bueno, otro vulgar y en el remate, toro al suelo. Fue capaz de exprimir algún muletazo notable, pero con aquella cosa negra tan desaboría y tan inválida no había lugar al lucimiento. No lo dejaron salir a saludar, que hubiera sido lo justo, en una feria en la que saludan hasta los monosabios. Este puede, y va a ser, el punto de inflexión de la temporada del Cid.
Con más autobuses que un novillero y más viudas que un moribundo jeque árabe, llegaba Morante a Madrid, que por unas horas quisieron convertir en Jerez, Granada o El Puerto de Santa María, que es dónde los torillos le embisten al ruiseñor de la Puebla. Porque en Madrid, Pamplona (no Pamplona, no, que no quiere ir) o Bilbao el hombre tiene `mala suerte con los sorteos´. El caso es que cuando aparece Morante no sólo se detienen los relojes, sino que también se paran los toros. El falso profeta, al que todo le aplauden y con el que todo son óles (los de Morante son con acento en la ó) ha pasado con más pena que gloria por el puente de Las Ventas. Como aquellos profetas de hace dos mil años, los que hacían milagros y caminaban sobre las aguas, a Morante le han puesto delante un carrusel de inválidos de distinta cuna: un juanpedro, un gaviro y un camacho. A ninguno pudo resucitarlo, ni tampoco cuidarlo, que es la esencia de la lidia moderna. Al final se tuvo que quedar con el camacho, que era un novillejo que hizo torcer el gesto a Curro Vázquez en la barrera, y que no embestía con la bendecida clase que exige a los toros el artista de La Puebla. Los pocos óles con los que le regalaron los oídos sus partidarios fueron por un puñado de verónicas ultrasónicas y aceleradas. Hay que hacerlo así, porque no puedes volver el lunes a la oficina y decir que no has podido cantarle ni un óle a Morante, el de los pueblos. Tratarás de contar que bien vestido iba, con qué empaque le pegaba caladas al puro y la torería que desprendió al despedirse de la plaza. Pero de su toreo no podrás describir nada. A no ser que, como ya ocurrió hace dos milenios y pico, te inventes un evangelio sobre la vida y obra de un falso mesías.