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Secretos de familia: En la ciudad sin límites

Publicado el 31 marzo 2010 por 39escalones

Secretos de familia: En la ciudad sin límites

Maximiliano Martín (grande, inmenso Fernando Fernán-Gómez) es un hombre ya muy mayor que, viendo acercarse el momento de la muerte, ha decidido volver con su esposa Marie (Geraldine Chaplin) a París, la ciudad en que se conocieron y en la que nació su amor muchas décadas atrás. Cuando es ingresado en una clínica a causa de las graves dolencias que padece, el resto de su familia viaja a la capital francesa para estar con él a pesar de que precisamente en esos días se hallan en duras negociaciones para poner a la venta el negocio familiar, nada menos que una empresa farmacéutica muy cotizada por inversores extranjeros. Luis (Roberto Álvarez) y su ex esposa Pilar (una excepcional Adriana Ozores), Alberto (Álex Casanovas) y su mujer Carmen (Ana Fernández), llegan a París desde Madrid para, a la vez que mantienen contactos con algunas empresas del ramo farmacéutico, esperar la llegada del otro miembro de la familia, Víctor (Leonardo Sbaraglia), acompañado de su novia Eileen (Leticia Brédice), que viaja desde Buenos Aires. Así pues, el clan se reúne en torno a la figura del patriarca que yace postrado en una cama de hospital y que, a decir de los médicos, extremo confirmado por su esposa e hijos, ha empezado a perder la cabeza, a pronunciar frases sin sentido y palabras inconexas, y a comportarse de manera extraña y alarmante, sobre todo cuando es descubierto una noche de tormenta en la azotea del hospital, lugar al que ha llegado intentando escapar.

Antonio Hernández, director español de filmografía tan variopinta como desigual en cuanto a calidad (suyas son tanto las estimables Oculto o Lisboa como las fallidas Los Borgia o El menor de los males y el bodrio El gran marciano) aborda en En la ciudad sin límites (2002) un inquietante retrato de familia que oscila entre el drama y el thriller a partir de un hecho del pasado que condiciona un momento trascendental del presente: Víctor, el, entendemos, hijo favorito de Max, aquel con el que siempre simpatizó más pero único de ellos que no quiso dedicarse profesionalmente al negocio familiar y que buscó su camino en la astrofísica y en un país extranjero, personificación de la fábula del hijo pródigo, empieza a sospechar que bajo el aparentemente senil comportamiento de Max se esconde un hecho muy significativo para él, una historia de su pasado a la que le conducen los remordimientos, quizá la culpa. Una vez más será Víctor quien, con el desconcierto del resto de sus hermanos, que no saben (ni quizá les importe fuera de lo que pueda afectar al negocio) dónde les puede llevar la aparente demencia de su padre, y bajo la atenta mirada de una madre recelosa, cauta y controladora (de inevitables referencias hitchcockianas), no dispuesta a que hechos pasados malogren el bienestar presente, logre conectar mejor con su padre y se lance a una imprevisible aventura en la que poco a poco vaya teniendo noticia de antiguos hechos acaecidos en la estancia de su padre en París y que tienen que ver con su exilio tras la Guerra Civil, su condición de miembro del Partido Comunista, y la identidad de un enigmático hombre que se esconde tras un nombre, quizá inventado, que su padre invoca como a una presencia del más allá: Rancel.

Antonio Hernández consigue aquí la que es sin duda no es sólo su mejor película, sino una de las mejores cintas españolas de la última década, si no más, gracias a una historia, escrita por el mismo en colaboración con Enrique Brasó (guión original premiado con un Goya), que resulta absorbente, intensa y emocionante, además de inteligente y bien resuelta. Funciona como un reloj suizo la mezcla de dramas paralelos que plantea, por un lado la investigación de Víctor ayudado por Carmen, la cuñada con la que mantiene asimismo una compleja relación personal fruto de devaneos amorosos pasados, acerca del pasado político de su padre, sus funciones y contactos como miembro de una célula comunista de transporte y difusión de propaganda en la España franquista, y por otro la complicada relación entre los distintos miembros de la familia, magníficamente retratada en escenas colectivas en las que lo emotivo se alterna constantemente con la ira y la violencia verbal, el odio y la ambición producidas por años de rencores callados y envidias insanas, que cobra su mejor personificación en el personaje de Adriana Ozores, interpretado de manera superlativa y que ofrece un recital de sentimientos contradictorios y de estallidos emocionales, en especial a partir de la llegada de la nueva novia de su ex marido Luis (Mónica Estarreado), la antigua niñera que ahora ocupa su puesto en la casa y aspira a ocuparlo en la familia.

Aderezada con una partitura musical soberbia, obra de Víctor Reyes, y excepcionalmente fotografiada por Unax Mendía, que consigue texturas visuales perfectamente evocadoras del clima sombrío, inquietante y absorbente que adquiere el devenir de la historia y que a la vez mantiene la frialdad y la distancia generadas por las dificultades de los personajes para comunicarse entre sí o las bajas pasiones, envidias y recelos que gobiernan subrepticiamente las relaciones entre ellos, Hernández maneja la acción con buen ritmo, sin perder en ningún momento el pulso pese a las dos horas de metraje (con un final quizá excesivamente alargado y preciosista pero construido como una explosión de emociones largamente contenidas), manejando a su antojo de manera efectiva los complicados resortes de una historia a varias bandas y consigue atrapar, seducir e inquietar con una película de factura formal casi magistral, magníficamente sostenida por unas interpretaciones que van de lo efectivo a lo sublime (en especial Geraldine Chaplin, Goya a la mejor actriz de reparto) y que profundiza en ese ecosistema difícil, contradictorio y áspero, pero también protector, reconfortante e inspirador que es la familia.

Una excelente película española en coproducción con Argentina, ejemplo de las excelentes materias primas que posee la siempre criticada y a veces menospreciada cinematografía española y que, aprovechando el enorme talento de directores, intérpretes y equipos técnicos que están aguardando buenas historias tratadas con mimo, inteligencia y madurez, y también con respeto al público, es capaz de ofrecer estupendos trabajos que puedan propiciar al cine español una identidad y un carácter propio ligado a la calidad sin necesidad de caer en tópicos del pasado ni en ansias imitadoras de lo peor de filmografías extranjeras comercialmente rentables a costa de una apuesta por la ausencia de ambición.


 


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