De niño habitaba un mundo de rodillas: Las rodillas de mi padre, las de mi madre y las de otros familiares y amigos. Sus piernas eran los barrotes de la confortable prisión donde yo habitaba. Al mirar hacia arriba me llegaba el sonido de sus conversaciones. Voces seguras pontificando sobre este o aquel tema. Yo flipaba. Porque en mi mundo no existía ese grado de seguridad. No sabía si al caer la noche me visitarían los fantasmas, el ratoncito pérez o el hombre del saco. Y me daban envidia los adultos porque en su nivel (ese que a sucedía dos o tres cuerpos de altura por encima de mi) todo era seguro.
Me pasé los años creciendo y esperando el momento en que esta percepción cambiara. Fui ganando altura, estudios, trabajo, amigos, parejas y nada parecía cambiar, Nunca llegó el acontecimiento o la persona que me trajera certeza. Al contrario: al ver que no llegaba, mi inseguridad iba en aumento.Ahora que se aproxima la cuarentena he perdido la esperanza de que esto ocurra. Los adultos que recuerdo tan seguros de mi infancia somos mis amigos y yo y estamos tan perdidos como debieron estarlo nuestros padres y los padres de nuestros padres y... Al final todo parece una suerte de complot para engañar a los niños. La novatada que se le gasta al recién llegado. Seguro que los hijos de mis amigos cuando nos ven de charleta piensan "Qué ganas tengo de tenerlo todo tan claro como los mayores".