Ilustración: Sara Lew
En la cubierta coexisten los números más atrevidos con las parodias más desatinadas. La rutina del encierro estimula la imaginación y todos buscan su instante de gloria: el camaleón domador de leones, la iguana en monociclo, el oso contorsionista. Una parte del público aplaude; el resto ruge, brama. Lo saben, compiten por ser los elegidos: la serpiente, convertida en aro de fuego, reta al tigre a traspasar su anatomía; la hiena pugna por ocupar la plaza de payaso; el cuervo –vestido de riguroso frac- saca siete conejos de la chistera. Algunos provocan asombro, otros lástima, quizás misericordia. Los elegidos retornarán a la pugna, los rechazados perecerán devorados por el público. Noé, viejo y decrépito, encandila al respetable con sus trucos de magia. El altísimo observa sentado en su atalaya. Dicen que llovió, sin parar, cuarenta días y cuarenta noches, luego dejó de hacerlo y la tierra se secó. Durante siglos la compañía recorrió los pequeños pueblos de Judea y Samaria, también la ciudad de Jerusalén. Pero la historia miente; no se ha encontrado ninguna prueba de que el Circo hubiera plantado su carpa en esa última ciudad. Nunca, nada, nadie. Ni siquiera en los arrabales.Texto: Xavier Blanco