Con el miedo como eje de la vida, hoja de ruta y lugar común en el que converge prácticamente todo lo que sucede, pero con las neuronas ya de juerga pre fin-del-mundo, esta semana sigue rara y como de final. Pero sin serlo, un final abierto de un ciclo muy largo que se ha convertido ya en ciclón y que arrasa las precarias infraestructuras que se planificaron eternas y que han resultado tan efímeras como una sesión de tarde en el circo. Ahora, a pocos días para el fin de este año, o del mundo (quién sabe, no hay que perder la esperanza hasta el último momento), llega la hora de recoger los bártulos e irse a otro lugar, a otro tiempo quizá, siempre diferente, aunque siempre sospechosamente parecido al anterior.
Revista Opinión
Pero la teoría del fin del mundo se diluye en un segundo plano y no parece tan trascendental como lo será el día después, 22 de diciembre, cuando los supervivientes miren atentos a sus pantallas para ver si sus números han sido agraciados o, como en otros años, desagraciados con el primer premio de la lotería de Navidad. Para muchos, para los que les toque un piquillo, ése que “tapa agujeros” y ayuda a los hijos, sí puede ser el fin de un mundo de precariedad al filo de la navaja. Para el resto, la inmensa mayoría, la vida seguirá como hasta ese momento, al menos durante 20 años, que es el tiempo que se calcula para volver a los niveles previos a esta crisis. Es demasiado. Demasiada vida esperando ese momento. Muchos se quedarán por el camino, aunque la aventura es recorrerlo y abrir nuevos senderos. Siempre y cuando el mundo no acabe.