Después de ver Elephant (2003) de Gus Van Sant y antes de empezar a escribir sobre ella he rebuscado en algunos de mis blogs de referencia (creía que Babel le había dedicado una entrada, y Lapor la menciona al hilo del tema más general de la violencia extrema y su relación con el arte narrativo) porque sentía la necesidad de encontrar --en quienes pienso tengo tomada la medida-- una baliza, un punto de apoyo para comenzar. Una Palma de Oro en Cannes y tanta cita al vuelo debían significar algo.
Para empezar, Elephant es una película hipnótica, condenadamente hipnótica. De entrada, los dos tercios iniciales del filme componen un larguísimo prolegómeno --hecho a base de planos-secuencia-- de algo que en realidad la película no explica, sino que sólo existe en nuestra cabeza. La mayoría del tiempo la cámara se limita a seguir a unos cuantos alumnos en sus desplazamientos por el instituto: al principio despista porque no sabemos quiénes son ni qué hacen ni qué pretenden; tras unos minutos interminables tanto deambular amenaza con aburrir, pero al final despierta el interés cuando el espectador se da cuenta de que muchos de esos paseos empiezan, se entrecruzan o terminan con un suceso contemplado en una secuencia previa. Elephant se toma su tiempo para empezar a introducir significado en las imágenes, y el efecto inmediato de esta estrategia narrativa es una mezcla de fascinación y despiste que puede tomarse tanto como una genialidad como un derroche sin sentido de principiante. En segundo lugar, eso que únicamente está en nuestra cabeza: igual que Mercurio es un planeta difícil de ver en el firmamento porque está demasiado cerca de una fuente de luz cegadora, es imposible ver Elephant como lo que oficialmente pretende ser: una ficción cinematográfica cuyo parecido con la realidad es «puramente casual» (lo dice en los créditos, que para eso me quedé hasta el final). Y es que sin los sucesos de Columbine del 20 de abril de 1999 esta película no existiría. Van Sant lo sabe, el equipo técnico y el artístico lo saben, la crítica y el público lo saben, todos lo saben... pero no se dice por alguna extraña y/o rebuscada razón; igual que el elefante al que hace mención el título (la expresión inglesa elephant in the room se usa para designar problemas enormes que todos ignoran a propósito).
Elephant muestra en concatenación esos universos adolescentes en los que los mayores simplemente no existen (en la película, los únicos adultos que aparecen son los trabajadores del instituto y el padre de uno de los alumnos. Están ahí como si formaran parte del edificio, pero no aportan nada ni interesan a los estudiantes) y los jóvenes se pasan el rato deambulando por los pasillos del instituto. Se desplazan de un lado a otro, se encuentran con colegas y semidesconocidos, charlan de todo y de nada, siguen su camino... Semejante caracterización me parece una aproximación muy exacta de lo que pueda llegar a ser el universo para un adolescente (tienes razón Lapor, esos planos son casi una encarnación de la adolescencia): a determinadas edades o en determinadas circunstancias, llega un momento en que no hace falta ser un descerebrado ni un desequilibrado para tener una sesgadísima percepción de la realidad, habitar en un mundo mental tan cerrado donde sólo caben nuestros propios deseos y odios inexplicables. Esa mirada que no puede/quiere/sabe ver más allá es la que retrata la cámara durante los largos planos sostenidos de la primera parte: un universo que se limita a lo que abarca el instituto, espacios que únicamente tienen sentido para quienes los habitan cada día. De ahí a creer que más allá de esos muros no existe nada hay un paso.
La película no trata en ningún momento de justificar o explicar las acciones o los comportamientos que retrata, se limita a mostrar y a dejar que la fascinación de las imágenes supla la ausencia de informaciones (esto está milimétricamente diseñado y yo lo atribuyo enteramente al saber hacer de Van Sant), permitiendo que, poco a poco, de las recurrencias y las coincidencias surja un relato. El significado hace su aparición casi al final, cuando los acontecimientos alcanzan aquello que todos sabemos que sucederá. Sólo entonces la cámara y la narración abandonan el instituto para mostrar a los dos protagonistas en casa la víspera del día elegido: les vemos jugando con videojuegos (violentos, por supuesto), viendo un documental sobre Hitler, interpretando sentidamente a Beethoven al piano, duchándose juntos por la mañana... Todo junto componiendo la exposición indirecta de motivos más simplificadora, burda y penosa de todo el filme, como si esta sarta de tópicos bastara para explicar todo lo que vendrá a continuación. Después de este único desliz, Van Sant retoma la narración con maestría: el azar, la provocación, el destino fatal, dan sentido a los paseos y conversaciones ya vistos de cada uno de los personajes. Reacciones valientes, temerarias, patéticas, estúpidas, desesperadas..., todo adquiere sentido --trascendente o banal, tanto da; pero eso es bueno-- una vez sabemos lo que les acaba sucediendo en aquella mañana fatídica. Al final las imágenes acaban componiendo un relato diseñado cuidadosamente, no con la claridad meridiana de la narración clásica, pero sí con la ventaja de un estilo más experimental capaz de enganchar al cuerpo y luego arrastrar a la mente. Yo pensaba que esta parte final quedaba explícitamente fuera de la película, lo que la haría más inquietante, y por eso tenía en mente otro título para esta entrada: «el día antes de la violencia».
Elephant me parece una película valiente porque se atreve a experimentar narrativamente con un suceso real que la sociedad estadounidense prácticamente acababa de digerir, igual de valiente que Diane Keaton, que aportó su dinero a un proyecto tan polémico sobre el papel, e igual de valiente que HBO, por demostrar una vez más que apuesta por formatos y temas no siempre cómodos para el espectador.