Atrapar el pasado y hacerlo presente. Misión imposible si no es mediante la transparencia de las palabras y, de ese modo, atravesar el velo del tiempo. Asumir esa realidad, sin embargo, es como ansiar materializar un sueño en el que, al despertarnos, ya no nos acordamos de lo soñado, lo que nos hace sentirnos en un plano distinto al real, aunque esa percepción sea falsa. Esa necesidad de búsqueda de la vida pasada, presente y futura a través de las palabras es lo que ha llevado al hombre a escribir, leer, interpretar… y buscar con ansia la necesidad de soñar para llegar a materializar lo imposible. Regresar al pasado, no cabe duda que tiene sus riesgos, y uno de ellos, es del volvernos a enfrentar al dolor, a las ausencias, y al eco de esas voces o esa voz que ya no está a nuestro lado. Levantar el pasado es como infundir a la capacidad del deseo la mortal medicina del olvido, o también, la liturgia de aquello que nunca creímos que llegaríamos a hacer o pensar. Ese viaje es como una especie de huida sin rumbo; una huida por unas aguas frías y rodeadas de nieblas, donde a cada avance de nuestra nao se nos exige afrontar nuestro destino con el valor que nunca hemos tenido. Ese miedo que nos acoge, y nos encoge, es en el que nos vemos avocados a caminar solos; en una soledad apestosa por mucho que otros crean que es mítica por lo que tiene de insondable. Ver a través de nuestras propias tinieblas, ese es el castigo de las ausencias no deseadas, del recuerdo de las tardes compartidas, o de los besos repetidos cuando todavía nos creíamos todopoderosos e inmortales. La adaptación de la novela de Miguel Delibes, Señora de rojo sobre fondo gris, que han adaptado al teatro José Sámano, José Sacristán e Inés Camiña afronta su tercera temporada en Madrid, lo que nos habla del respaldo del público y de la fidelidad hacia un autor y un actor libres de la conjura de la duda. Señora de rojo sobre fondo gris es una obra de teatro que se debate en la dicotomía entre esos dos colores del título, que en el escenario, se vierten con la profusión del que ve en gris todo aquello que fue en un pasado y ya no le representa en el presente; y el rojo, que todavía se nos aparece como un fantasma a los ojos de un Delibes, perdón, José Sacristán, que se envuelveen la túnica de los recuerdos para irnos desgranando el proceso de destrucción de la persona amada (Ángeles de Castro). En este sentido, José Sacristán afronta la hora y media de actuación con la certeza de aquel que, desde un principio, conoce que va a tener que hacer frente a un viaje lleno de tinieblas; un espacio imaginario que él, de una forma afortunada, recorre con leves pausas que utiliza para darle los giros necesarios al texto; una narración que se materializa a través de la transparencia de unas palabras que, por sí solas, magnetizan al público cuando recorren esos recovecos que se alejan de la enfermedad y transitan por la senda de las confesiones íntimas y personales, por los miedos e incertidumbres que a todo ser humano le asaltan ante la muerte, y también, por esos destellos de luz con los que la iluminación del escenario nos avisa de su presencia. Tras haber visto Cinco horas con Mario en ese mismo escenario interpretada por Lola Herrera, a uno se le cuela por el entresijo de los visillos de la memoria esa otra forma de afrontar la muerte por Delibes. De tal modo, que se puede ver en una y otra la capacidad de espejo imaginario que tienen las palabras para apoderarse de fragmentos de la vida, pues ambas confluyen en sinergias que tratan de atrapar el tiempo mediante los recuerdos. Ese velo con el que nos arropamos para defendernos del frío de la noche.
Ángel Silvelo Gabriel