Lo habrán notado. El mundo está lleno de personas pasivo-agresivas. Sí, esas personas que siempre responden “me da igual” o “lo que tú quieras” y jamás les da nada igual y mucho menos hacen lo que una desea. Esas personas que negarán en público que no acudirían ni muertas a esa fiesta donde su ex va a presentar a su nueva novia –la gente es supermoderna y europea- y tardan tanto en arreglarse que cuando llegan, casualmente, la celebración está a punto de acabar. Esas personas que suelen olvidar las cosas, que nunca tienen la culpa de nada. Esas personas.
No es fácil desenmascararlas pero les va a dar una gran pista. Su perfume. Denso, intrusivo, penetrante. Un perfume que invade, que intimida, que produce, incluso, dolor de cabeza y que dice tanto del cuadro patológico de la persona… De quién dice ser, de quién cree ser, de quién quiere ser. Y que deberían detenerla, además, por atentar contra el buen gusto y por contaminación ambiental.
Se está volviendo mayor. Lo sabe. Lo nota porque no soporta los ruidos en la calle, las conversaciones intrascendentes con gente intrascendente y no tolera ciertos olores. Ha memorizado a la fuerza las marcas más reconocidas de perfume masculino por su nivel de intransigencia olfativa. Son perfumes grabados a fuego en su pituitaria y que es capaz de identificar a varios metros a la redonda, en espacios abiertos, en desconocidos distintos. Son muchas horas de ascensores, de coche, de edición de vídeo, con hombres desalmados, sin corazón. Ni olfato, por lo visto. Si ya hace lo posible por sobrevivir a los pasivo-agresivos de su entorno, tener que capear con su olor “de vente conmigo, chata” le parece el martirio definitivo. Una pituitaria hiperdesarrollada para un pírrico olfato para los negocios. La historia de su vida…