Manzanares hijo saca a su padre por la Puerta del Príncipe en su despedida.
Foto: Javier Arroyo.
Mi primer torero fue Manzanares. Lo decía a voz en grito cuando me preguntaban los clientes en el bareto de mi padre:
-Noelia, ¿quién es tu torero?
-¡Manzanares!
Y luego dicen que decía que era un golfo, pero que me gustaba (masoca que es una). Y supongo que lo de "golfo" se lo oiría decir a mi padre, que le endosaba el apelativo a todo aquel que tiene condiciones y las explota cuando le sale de los mismísimos. A los artistas, vamos.
De Manzanares padre era mi padre y yo lo fui un poco por eso. De Manzanares hijo podría ser casi cualquiera que tuviera un mínimo de buen gusto. Torea bonito, destila elegancia, le sobra empaque, nada en glamour. Hace levitar hasta a las piedras encaladas. Y encima no bufa cuando se le echan encima los admiradores. Cuánto bueno en uno solo.
Algún defecto tiene que tener. Aunque solo sea uno. Lucas Pérez insiste en que no. Que ha escudriñado cada arista de Manzana hijo para su libro Manzanares, heredero de leyenda (Ed. La Esfera de los Libros) y que el tío anda más cerca de la utopía que de la mortal imperfección. Y yo, que creo a Lucas (por algo lleva nombre de evangelista, el más culto y "periodístico", por cierto, de los cuatro, que dicen construyó su relato después de una intensa investigación), corro a sumergirme entre sus páginas procurando no caer rendida a los pies del ídolo, que Dios solo hay uno.
Lucas no ha podido publicar este libro en mejor momento: Josemarimanzanareshijo está en ese estado de gracia en que todo lo ve y todos le ven. O mejor, le miran. Y él, que se crece en la mirada ajena, aprovecha la ocasión para dar un golpe sobre la mesa en cada feria en que se anuncia. Con mano férrea y muleta de seda. Como ayer en Sevilla.
Dicen que segundas partes nunca fueron buenas, pero lo de Manzanares II, más que una secuela, es la evolución del concepto original. Y hasta con sonrisa.