Revista Diario

Ser o no ser

Por Gaysenace
Ser o no serIsidro Fernández (Granada)
Mi vida era una completa rutina, algo constante, repetitivo, una planificación detallada por algunos y que yo cumplía a la perfección. Levantarse temprano, tomar un mal café y, sin apenas aliento, marchar para el trabajo. Un oficio sin beneficio alguno pero que al menos me hacía pagar las facturas. Una existencia opaca, sin sobresaltos, sin emociones, sin ánimo para hacer las cosas y con la energía justa para cumplir mis funciones. Algo monótono que se repetía día tras día. Una existencia vacía.
Tenía mis sueños como cualquier otra persona, escribir, una casa en el campo donde pasar el resto de mis días arreglando cacharros inservibles para la gente, las plantas, una esposa a la que atender, amar, respetar… mis animales, escribir… publicar aquellas historias, verlas encuadernadas en los estantes de una librería, en las manos de personas que se sumergen en mi mundo de letras ordenadas de camino a casa, su trabajo o para reunirse con alguien. Pero no era así, no podía, no me dejaban o, ¿no lo intentaba?
Un día de camino a la empresa iba escuchando en mi coche, con espasmódica atención, la radio. Un programa que conseguía evadirme por unos instantes… unos kilómetros… de mi realidad, y en donde se mezclaban historias de personas anónimas con música, entrevistas y demás entretenimiento.
Llamó una chica contando como su vida era un puro tedio. Quería estudiar bellas artes, amaba la pintura, pintar, dibujar era su ideal de expresión y sus padres, dentro de un marco de frases como es lo mejor para ti y tendrás más salidas para un futuro mejor, la forzaron a estudiar empresariales. La joven, en el amparo del pensamiento de que pudieran tener razón, aceptó a regañadientes pero se engañaba a sí misma porque con el tiempo vio cómo no era feliz, se sentía angustiada por algo que no le gustaba en absoluto, a pesar del esfuerzo y empeño que puso por aprobar. Tras su primer año en la facultad, con más pena que gloria, donde obtuvo unos resultados incluso mejor de lo que esperaba, decidió irse unos días de vacaciones con unas amigas a Turquía. Allí conoció a un chico turco, actor, músico y pintor. Un alma que le haría abrir los ojos a una realidad de la que ella misma se obstruía. Estuvieron en el país veinte días. Tarik, que era así como se llama el polifacético chico, estuvo con ella y sus acompañantes todo el tiempo desde que se conocieron y entre ellos surgió el amor y una cadena de sucesos y cambios perfectos para la protagonista. De regreso a España… Virgo, que era el nombre dado a los oyentes para no ser identificada (algo que yo pensaba absurdo por la cantidad de datos que ofrecía, fácilmente, podía ser reconocida), se enfrentó a la opinión de sus padres y les ofreció que aceptaran el cambio de planes en su vida, que para eso las palabras mismas lo decían… su vida. Finalmente sus progenitores aceptaron las propuestas de Virgo. La joven marchó a vivir con Tarik, en un principio por un año a Turquía, para estudiar bellas artes en el país y, de paso, ver cómo iban los acontecimientos con su nuevo chico. El relato concluyó cuando Virgo anunció que iba a realizar su primera exposición en una famosa galería de la capital, la relación con Tarik no podía ser mejor hasta el punto de plantearse firmemente casarse en España y vivir… vivir… en Turquía.
Esto removió mi conciencia, mi estómago y mi alma…. al pensar nuevamente, ¿era yo quien ponía trabas a mis metas, era mi actitud la que hacía que no alcanzase aquello que anhelaba?
Una tarde recostado en el sofá, con la mirada perdida en la televisión, no paraba de pensar en lo feliz que sería la chica de la historia. Imaginaba su vida entre zocos, perfumes embriagadores típicos de la zona, cultura y monumentos de miles de años de historia, dibujando sus gentes, sus construcciones, sus paisajes y todo ello abrazado a un ser que la apoyaba y la quería. ¿Por qué no lanzarse a la piscina?
Todo fue fugaz como la velocidad de un cometa y dejando apenas rastro como el destello de un rayo de sol al salir de una penumbra. Fue entonces cuando en mi vida apareció ella. Fue sin más. Aquellas cosas que sin buscar aparecen porque sí, pero agradecido por interponerse en mi camino.
Se llama Alma. Su propio nombre ya me inspiraba millones de cosas que se manifestaban y ocurrían día tras día.
Fue una noche de otoño cuando unos amigos decidieron ver un partido de fútbol en mi casa. Entre el grupo ahí estaba, nunca hablaba, no molestaba, era como una huidiza sombra, quizás para mis sentidos, hasta que finalmente reparé en ella. No podía apartar mi mirada de su ser. Primero fueron encuentros en común, reuniones donde no podía ni siquiera atisbar su presencia pero sabía que estaba entre nosotros… conmigo.
Con el paso del tiempo fui percibiéndola más, notando más su asistencia, sus poses incomodas ante un descarado golfo que la miraba con deseo, sus gestos ante comentarios machistas de mis amigos, noticias impactantes sobre personas cercanas o simples cotilleos sin importancia, supongo que de otras vidas matutinas. Luego llegaron las miradas cautivadoras, conquistadoras de atención personalizada y ausente de otras perturbadoras, roces de manos que buscan un papel, una copa o algo para picar y que suponían encuentros de un despertar silencioso para ambos. No podía apartarla ni por un solo momento de mis pensamientos. Y mejor aún, ella tampoco podía esquivarme, ausentarse ante lo que ocurría. Un juego de seducción, lento pero seguro, con todo el ritmo de quien sabe que lucha por un amor eterno. Más tarde llegaron las citas apartadas de la compañía constante de nuestros afines en donde, por fin, una conversación sobre nuestros gustos acerca de la moda, libros, rarezas, fobias, hobbies, platos preferidos, cine, música y demás temas confluían en un mismo delta de frases que nos acercaban más todavía al clímax de una pareja perfectamente compenetrada.
Pasaron las semanas surgiendo una historia, cual amantes de un tiempo atrás, escondidos ante la oposición de familias enfrentadas.
Cierto día, pasando por un escaparate de una famosa tienda de la ciudad, célebre por el tipo de compradores de postín que acudían ante la exclusividad de sus productos y el trato personalizado ante el popular personaje que se les presentaba a los dueños, vi unos zapatos de tacón perfectamente colocados, cual obra de arte en un museo. Eran perfectos para ella por ser una pieza única, un modelo de calzado común pero elaborado con una perfección y sofisticación indescriptibles. Fue increíble ver la expresión de su rostro cuando se los puso frente al espejo del dormitorio, como si de una modelo de pasarela, cruzó sugerente, atrevida y cautivadora ante mis ojos clavados en ella por la perfección de su contoneo. Entre sollozos me dijo que me quería y supe entonces que jamás la perdería.
Transcurrieron los días conociéndonos, intensificando los lazos que cada vez nos unían más el uno al otro, apurando hasta el último instante de la compañía del otro y pasó el invierno durante nuestro juego de conquista y fue entonces cuando todo tomó un nuevo rumbo.
Ocurrió en una comida de empresa a la que fuimos invitados. Charlábamos animadamente con el resto de personal, directivos, comerciales e invitados cuando con el transcurso de las horas estaba más viva, risueña y deslumbrante. Despertaron en sus ojos un brillo que desconocía. Cuando nuestras miradas lograban una exclusiva unión sabíamos que algo estaba ocurriendo. De regreso a casa me encontraba tumbado en la cama, pasmado, inerte y sin sentido, mientras ella permanecía de pie junto al espejo, cortejándome con un baile de seducción. Sugerente la forma de ponerse las medias, con armoniosa dulzura y, poco a poco, se calzó los ya nombrados zapatos, despacio la falda de un color claro y una camisa ceñida que le hacía resaltar más el busto. Exhibía sus encantos, lenta y sensual. Con las manos atusaba su larga melena rubia, ondulante y suelta entre sus dedos, al tiempo que iniciaba una danza pausada, admirándose ante la imagen que presenciaba frente a ella. Se inclinó para, de una forma oculta, casi clandestina, enseñarme su sexo. Con la yema de sus dedos rozaba suavemente su cuerpo, todo en un ambiente de película, cuando tomó mi mano para acariciar su cuello. Como un maestro que guiase a su pupilo, trazó un camino de curvas sinuosas. Su piel sedosa y ardiente me transportaba a un mundo de sentidos hasta ahora desconocido. Recostados me susurraba sutilmente que le hiciera el amor así vestida. No pude más que ceder ante el canto de sirena, arrastrándome a un mar embravecido sin posibilidad de escapar.
Con el paso del tiempo, nuestra relación llegó a un punto absorbente. No podía mantener un contacto continuo con familiares, amigos y compañeros de trabajo. Un círculo vicioso del que yo tomaba parte en su máxima medida y en el que aceptaba las reglas del juego. Anhelaba siempre estar con ella. Tener un momento de tiempo libre para verla, sentirla cerca de mí. Admito que era mi error, pero ni yo mismo sabía cómo solucionarlo.
No se admitían reproches, excusas o soluciones porque ni yo mismo los planteaba al perder todo mi rumbo y mi conciencia cuando nos encontrábamos a solas. Ella estaba totalmente ausente a lo que se cernía a nuestro alrededor. Había creado una burbuja para ambos en la que no quería que nadie influyera o perturbase nuestro estado.
Primero fueron los comentarios de los amigos ante las escasas reuniones que se hacían del grupo, luego llegaron las protestas por las escasas visitas a familiares y despreocupación por el estado de salud de muchos de ellos y, finalmente, ausencias en muchos momentos en horarios de trabajo. Fue entonces cuando empecé a percibir la obsesión y el camino que tomaba aquella situación. Me encontraba totalmente absorbido pero no podía negarme. Era como una persona adicta a una sustancia, necesitaba de esa dosis diaria. Ella era consciente de mi estado de ánimo, y preocupada, no paraba de preguntarme si me encontraba bien. Siempre respondía con evasivas porque, a fin de cuentas, solo me interesaba ella. Admirarla por cada rincón de mi hogar, notar su piel… su aliento.
Sin apenas percibirlo se fue instalando en mi casa. Topaba con su ropa esparcida por la habitación cuando salía por la mañana temprano a trabajar y no tenía tiempo ni para recogerla. Su cepillo de dientes, coleteros, barra de labios y maquillaje en el baño o revistas de ámbito femenino en el recibidor, eran buena prueba de ello. Me encantaba verla como un ladrón silencioso que quería continuar a mi lado dejando pequeñas pistas que entraban totalmente en mi conformidad.
Mis amigos empezaron a sospechar que mi comportamiento se debía por algo o alguien. Un día, sin previo aviso, ante las enormes trabas que ponía para tomar unas cervezas con ellos o montar una juerga en mi piso, decidieron presentarse sin más con la escusa de si Mahoma no va a la montaña... pues ellos irían a ver al profeta. Fue una visita inesperada, y como no sabían nada de la historia, me apresuré a recoger todas las pertenencias de Alma y tirarlas sobre la cama de la habitación. Nervioso y aturdido por si notaban que ella ya estaba instalada, en muchos sentidos de mi existencia, fui a abrir la puerta parando unos segundos antes para reafirmarme en mi posición y no demostrar ningún tipo de estado que pudiera hacerles sospechar nada. Justamente al abrir, los vítores y gritos inundaron como una onda expansiva todo el piso y el pasillo del edificio. Y como una ametralladora de preguntas, uno a uno, comenzaron a dispararme sin discreción. ¿Dónde andas metido? ¿Por qué ya no quieres estar con nosotros? ¿No te han despedido aún después de varios días sin ir a trabajar? ¿Te ocurre algo? ¿Si estás enfermo o te pasa lo que sea por qué no nos dices nada? ¿Por qué no coges mis llamadas?... etcétera. Ante mi cara de asombro ante semejante avalancha solo pude reaccionar con un gesto de mi mano indicando que pasaran adentro para lograr una relativa calma. Ya una vez todos instalados, me situé en un punto estratégico para tenerlos controlados y a la vista, intentar enmendar aquel caos. Les dije a modo de resumen ante todas sus preguntas que me encontraba con una salud perfecta, no me habían despedido por que hablé con el encargado y le dije que se tomara mis ausencias como días de vacaciones que me debía y perdonara tan solo el hecho de no haberle avisado con tiempo, no tenía ningún tipo de problema con ellos y el no coger las llamadas era porque estaba en un momento que necesitaba tranquilidad y paz. Dicho esto, se hizo un silencio sepulcral durante unos segundos que parecieron minutos, oteándose los unos a los otros, como esperando a que alguien diera el paso para decirme o preguntarme aquello que ninguno se atrevía.
Oscar, el menos lanzado de todos, reunió finalmente el valor suficiente para pronunciar las palabras que no salían de aquellas gargantas resecas por la vergüenza y el nerviosismo de mis conocidos. Con una voz titubeante y en ocasiones inaudible, perdiendo intensidad en el volumen como aquel que juega con el mando de un estéreo, logró balbucear… “la verdad… lo que todos pensamos es que nos ocultas algo y estamos realmente preocupados por ti y la excusa de presentarnos sin más era para saber qué te ocurre, porque tu familia también anda con mucha incertidumbre”.
Ante semejante declaración no pude nada más que pensar en lo alocado de la situación y cómo intentar salir del atolladero. Ante la encerrona, me sentía como un animal en peligro de extinción, preso por unos cazadores furtivos.
A la noche hablé con Alma. Le conté lo sucedido con mis amigos en la tarde y la puse al corriente de todo lo que se cernía alrededor y su respuesta fue clara y contundente. No quería influir en mí hasta ese punto y por un tiempo, sin dejarlo por ambas partes, nos tomaríamos un respiro para atender también a los demás. Fue un tiempo demasiado intenso y debíamos frenar un poco para no acabar estrellados.
Durante varias semanas nuestros encuentros fueron a menos y el tiempo que pasábamos era reducido, comenzando a cumplir con el irracional protocolo de visitas a amigos y familiares. Menciono irracional, porque seguía sin entender aquella situación. Era una pasión y devoción como al inicio de cualquier relación y suponía que todo volvería a su calma, pero ellos parecía que no opinaban de igual forma. Como de todo lo negativo sabía aprovechar y aprender e incluso sacar algo positivo, y esto fue así nuevamente, al volver a casa del trabajo, tomar algo por ahí o ver a mis padres, la encontraba durmiendo con su lencería puesta. Tan seductora. O recostada en el sofá con una fina manta y su pelo tapándole el rostro. No podía evitar que mis sentimientos crecieran aún más.
Pronto la historia acabaría. Un tiempo en el que disfruté como un jovenzuelo enamorado. Donde aprendí a quererme más. Valorar todo cuanto tenía. Amar y ser amado. Compartir sin esperar nada a cambio. Disfrutar del sexo. Descubrir caminos por los que jamás pensaría llegar a emprender. Tener una nueva perspectiva de las mujeres, en dos simples palabras y a la vez tan complejas, aprender y vivir.
Cumplía un año con Alma y decidimos celebrarlo con una cena romántica en casa. Una cena ligera con música clásica, que tanto le gusta. Un par de velas en color fucsia, su color preferido, iluminaban un corto espacio suficiente para crear un ambiente relajado, unas rosas rojas en un sencillo ramillete tumbadas como ceremonioso ritual entre nosotros y los dos engalanados como unos famosos ante una importante cita de unos prestigiosos premios.
No hacen falta las palabras. Ninguno decía nada por miedo a romper ese encanto que desprendía todo. Terminada la cena, nos sentamos relajadamente en el salón para tomarnos unas copas de vino y ante un fin de fiesta previsible, pero casi siempre acertado, marchamos a la cama entre susurros como breve inicio al ritual del sexo. Lentamente desabrochaba los botones de su camisa recorriendo un camino de besos e inocentes mordiscos desde su cuello, pasando por sus senos, para terminar jugando en su miembro. El grito de placer provocaba que mi excitación fuera a más. Ver cómo la poseía con rudeza pero con una violencia nada agresiva. No tenía el menor daño, al contrario, todo el placer que pude darle en ese momento. Cuando tuvo un orgasmo, jadeante me suplicó que fuera a por otra botella de vino para tomar en la habitación. Tomé la botella en mi mano y reparé en un pequeño pañuelo que llevaba puesto coquetamente en el cuello mientras comíamos. Lo tocaba suavemente entre mis dedos cuando noté su presencia a mi espalda. Se abrazó a mí notando el calor de su cuerpo. Ambos estábamos desnudos de pie frente a lo que había sido una agradable cita cuando comenzó con su mano a tocarme lentamente, mientras al oído me decía que abriera la botella y le pusiera una copa. Seguí sus indicaciones al tiempo que ella continuaba ahora con más ritmo. Apenas podía contener el pulso para no derramar nada. La adoraba. Era increíblemente sofisticada pero sabía actuar correctamente ante cualquier situación y ésta no era para menos. Cuando llegué al clímax se giró, sugerente, enroscándose como una serpiente, situándose frente a mí, en el preciso instante que tomaba mi mano y me guiaba para posar la copa en sus labios y beber el vino de un solo trago. Llenó de nuevo para hacer lo mismo conmigo. Poco a poco la bebida fue disipando las horas, eliminando la vergüenza, si es que existía alguna por aquel entonces, y dejando escasos recuerdos al día siguiente. Tan solo el buen sabor de hacerlo de forma pasional y ardiente en el pasillo, sobre la mesa del salón y finalmente en el sofá entregándonos a un profundo sueño. Fue entonces el último día feliz de mi vida.
A la mañana siguiente, Fran, un amigo de la pandilla, tuvo un accidente de coche en el que perdió la vida y todo el mundo intentaba localizarme para darme la fatídica noticia, sin éxito. Finalmente, Oscar pidió prestadas la copia de llaves que guardaba mi madre ante una emergencia. Con sigilo, poco a poco, abrió la puerta al tiempo que me llamaba. No pude reaccionar. Fue tarde para ocultarlo todo. Todo había durado demasiado tiempo y quizás para el destino era hora de hacerlo desaparecer. Tan solo unas frases para borrar un año asombroso.
- ¡Dios mío! ¿Y esta peluca? ¿Qué haces vestido como una chica?

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