Revista Filosofía

Serie justicia - motivo VII.

Por Juanferrero

José Luis Pardo. La regla del juego. Ed. Gutenberg, pags. 412-414, nota a pie de página nº 55
Este perverso reproche contra la concepción kantiana de la “ley” se ha repetido hasta la saciedad: que es “formal y vacía”, como un imperativo categórico puramente abstracto desconectado de todo contenido material de valor: me dice que debo, pero no me dice qué debo. En su momento, esta “crítica” fue el caballo de batalla de los nostálgicos de los “valores” del Antiguo Régimen, que después encontraron en la noción hegeliana de eticidad de las costumbres (Sittlichkeit) una “alternativa” a la moralidad “univeralista” de la Declaración de Derechos del Hombre (alternativa a al cual hoy sigue apegado el pensamiento antidemocrático que niega la validez de estos derechos). En efecto, estos críticos entendieron que la ley ilustrada suponía una desconexión de los “bienes” establecidos como tales por el “sentido del decoro” de las costumbres de las comunidades culturales existentes, e incluso una cierta indiferencia con respecto a ellos. ¿Qué será de los hombres –venían a decir- si pierden la sensibilidad con respecto a lo decente (Sittlich) y al indecente (Sittenlos) y se atienen únicamente a lo “legal” (gesetzlich)? ¿Qué impedirá que, perdida esta sensibilidad, se imponga como legal la peor depravación (Sittenlosigkeit), simplemente por ser “conforme a derecho”? En nuestros días, Agamben ha llevado la perversión conceptual hasta el límite, identificando el modelo ilustrado de “ley” con aquella que rige en los campos de concentración del nacionalsocialismo: “Es asombroso que Kant haya descrito de este modo, con casi dos siglos de anticipación y en los términos de un sublime “sentimiento moral”, una condición que, a partir de la Primera Guerra Mundial, se convertirá en familiar en las sociedades de masas y en los Grandes Estados Totalitarios de nuestro tiempo. Porque, bajo una ley que tiene vigencia pero sin significar, la vida es semejante a la vida bajo el estado de excepción, en que el gesto más inocente o el más pequeño  de los olvidos pueden tener las consecuencias más extremas” (Homo sacer, op. cit., p. 72). La perversidad de este reproche reside, en primer lugar, en que oculta una de las motivaciones que condujeron a Kant a su formulación, a saber, que si (como sucede en esas “éticas de costumbres”, que son por definición autoritarias) es el bien– aquellos bienes materialmente establecidos como superiores por la comunidad – lo que determina la ley (habrá que hacer aquello que concuerde con el bien previamente establecido), los hombres quedan condenados a lo que el mismo Kant llamó “la guera de los sistemas morales”, puesto que no hay acuerdo entre los hombres (o entre las comunidades, y a veces ni siquiera en el seno de ellas, debido al carácter elástico de su sentido de la decencia) acerca de qué es lo que constituye el bien; ciertamente, un pensamiento antidemocrático no tendrá mucho temor a este consecuencia, pues puede poner en su horizonte el enfrentamiento – y, en el límite, la guerra entre culturas – como instrumento para que terminen imponiéndose los valores más “fuertes”. Y no hay que decir que éste tipo de “razonamiento” que hacía quienes defendían la supremacía de la comunidad aria, y el que hoy continúan haciendo quienes defienden otras supremacías culturales, incluso aunque esté velado por la retórica del multiculturalismo. Sin embargo, la concepción kantiana de la ley (cf. G. Deleuze, La filosofía crítica de Kant, M. A. Galmarini [trad.], Madrid, Cátedra, 1997), que se encarna en la Declaración Universal de Derechos, supone un giro copernicanoen la razón práctica, comparable al que el mismo Kant lleva a cabo en la razón teórica: lo propio de la moral ilustrada es que en ella es la ley la que determina el bien (es bueno aquello que la ley ordena, sin que exista un bien precedente al cual la ley tuviera que atenerse, es decir, sin que exista instancia superior a la ley misma). La perversión consiste en interpretar esta norma como si dijera que hay que obedecer la ley, no importa lo que ella ordene, y aunque se trate de la peor atrocidad, como si permitiese, por ejemplo, a los comandantes nazis ampararse en la “obediencia debida” a su superiores para eximirse de toda responsabilidad. Pues claro está que la teoría kantiana de la ley no ampara esos abusos. Se puede decir de ella, sin duda, que es formal, porque lo que hace es mostrar la forma de la ley, es decir, la única forma en la cual algo puede presentarse como ley, y que no consiste en su carácter de obligatoriedad abstracta, sino en el hecho de ser impuesta por aquel mismo que ha de cumplirla. Pero esa forma no admite cualquier contenido, sino precisamente sólo aquel que se deja formalizar como una ley universal de todos los seres racionales y libres, es decir, sólo aquel que hace de otro cualquiera la condición de aceptabilidad de la conducta propia. Ninguna de las leyes nazis que defendían la superioridad aria (justamente por su carácter de exclusión necesaria de algunos otros) podría formularse bajo esa condición. Mientras que, bien al contrario, podrían perfectamente comprenderse como las leyes de una comunidad (la comunidad de los arios puros) que, además de entrar necesariamente en guerra con todas las demás comunidades, promueven un “sentido común” que convierte el genocidio en una sana y decorosa costumbre de su eticidad. Ahora bien, en segundo lugar, el reproche es perverso porque olvida  que la ley ilustrada no supone la abolición de la eticidad(es decir, de aquello que determina dos individuos o grupos consideran materialmente bueno) sino que, bien al contrario, lo hace posible, es decir, hace que puedan coexistir diferentes concepciones (privadas) del bien bajo la condición de que ninguna de ellas contradiga el bien público (o sea, que nada que no sea aceptable para cualquiera pueda convertirse en ley de todos). Así pues, la crítica de esta “ley formal y vacía” encubre a menudo el intento perverso de defender intereses privados contra el interés público. Más allá de estas motivaciones, el éxito que sigue alcanzando el mentado reproche se debe a que los enemigos de la democracia lo son también de la libertad, y por tanto aborrecen esa ley que simplemente dice “Tú debes”, y lo dice además de forma incondicional, porque preferirían una ley que dijese a cada cual  lo que materialmente tiene que hacer (como sucede en los sistemas autoritarios), y estableciese las consecuencias que se seguirían de su obediencia y de su desobediencia con la misma precisión que se logra que el caballo comprendaque le conviene galopar cuando es espoleado por su jinete. Al eliminar la libertad, estas “éticas materiales” presentan la “ventaja” de eliminar también la condición trágica de la ley moral: el hecho de que, como ya hemos insinuado y volveremos sugerir en lo que sigue, la regla de la propia acción sólo se conoce demasiado tarde, cuando la acción ha acabado, y por tanto caundo ya no tiene rectificación posible en caso de ser indigna.

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