Urna con las entrañas y el corazón de Alfonso X. Altar mayor de la Catedral de Murcia
Por Carmen CeldránEl Rey Alfonso X estaba llamado a ser un reyezuelo medieval, uno de tantos monarcas que poblaron la turbulenta historia de la Europa fragmentada que sucedió al Imperio Romano y que no tardó en recuperar cierta estabilidad política hasta bien entrada la Edad Moderna. Sin embargo Alfonso no se conformó con liderar su reino (Castilla y León) y conquistar territorios a los moros. Participó en campañas, como infante heredero de la Corona, conquistando Sevilla y Murcia, pactó los límites entre el reino de Castilla y el de Aragón (mediante el tratado de Almizra con su suegro, Jaime I de Aragón) e intervino en la guerra civil portuguesa. Incluso estuvo nominado para ser Emperador y Rey de los Romanos, aunque la cosa no llegó a cuajar.
Sin embargo no fueron sus gestas militares las que hicieron de Alfonso el rey más notable del medievo hispano. Desde joven se interesó por las artes, las letras y las ciencias, y dedicó buena parte de sus energías a fomentar la cultura en una época donde el analfabetismo era la norma general. Se rodeó de eruditos de todas las naciones y fundó la Escuela de Traductores de Toledo. Fomentó la publicación de las Cantigas de Santa María, tratados de astrología y ajedrez, aunque su obra más perdurable fue el Código de las Siete Partidas, una vasta recopilación jurídica, única en la Europa medieval, inspirada en el Derecho Romano, que resultó de general aplicación hasta finales del siglo XIX y que supone la mayor aportación hispana a la ciencia jurídica de todos los tiempos.
El final de la historia, pese a todo, no puede ser más triste. El rey Sabio murió solo, abandonado por todos, incluida su familia, salvo su hija Berenguela. La muerte prematura de su primogénito, Fernando de la Cerda, motivó un conflicto sucesorio entre el hijo menor, Sancho, y los hijos de aquél que provocó la rebelión de todas las ciudades contra el rey Sabio. Tan sólo Badajoz, Murcia y Sevilla le fueron leales. Y por eso Alfonso X dispuso en su testamento que su cuerpo fuera enterrado en la Catedral de Sevilla, pero que sus entrañas fueran depositadas en la de Murcia, llevándose el corazón a Tierra Santa. Este último deseo no fue, sin embargo, posible de ejecutar, ya que las Cruzadas no habían conseguido recuperar Jerusalem a los infieles, por lo que el corazón de Alfonso X El Sabio quedó sepultado en Murcia, donde se convirtió en emblema y escudo de la Ciudad.