Revista Cultura y Ocio
Así se titula (en realidad, no: el título oficial es "Poesía / Sexo / Poesía", pero yo me atrevo a sintetizar su meollo) la mesa redonda en la que participo hoy. Es uno de los actos programados en las jornadas poéticas que organiza cada año la Asociación Colegial de Escritores de Cataluña, y cuenta con la participación, además, de Valérie Tasso, Roser Amills y Matías Néspolo como moderador. Aunque nadie me lo ha aclarado (yo tampoco he preguntado), supongo que me ha valido estar aquí haber publicado algunos títulos abiertamente dedicados a la poesía erótica, y hasta pornográfica, como La montaña hendida o Seis sextinas soeces. Me acerco al Ateneo, donde se celebran las jornadas, con alguna prevención: las mesas redondas las carga el diablo. Al salir de la estación de los Ferrocarriles de la Generalidad en la plaza Cataluña, me doy de bruces con el espíritu navideño: las Ramblas están adornadas, como cada año, con las luces propias de estas fiestas, pero constato que las de este son espantosas (o deleznables, que diría Rajoy): rostros contrahechos, de aire turbiamente africano, que no sé si representan el empacho de las comilonas o el disgusto por las fiestas. La electricidad que las anima las vuelve aún más aparatosamente deformes. Debajo de ellas otras luces, más pequeñas, se esfuerzan por alcanzarlas: son esos aparatejos fosforescentes que paquis y otros inmigrantes se empeñan en lanzar al aire y recoger a la caída. Nunca he visto a nadie comprarles uno, pero ellos siguen ahí, junto a Canaletas, haciendo subir y bajar incansablemente los diabólicos cachivaches. Son las seis. El acto empieza a las siete, pero he venido antes a husmear novedades en La Central del Raval. Desde que he vuelto esta vez de Londres, todavía no he pasado por ninguna librería. Apenas entrar, me encuentro con Jesús Aguado y una amiga suya. Intercambiamos abrazos y una charla apresurada pero muy cordial. Jesús se lleva una edición de Uvas de la ira (le digo que a mí el título de Steinbeck que más me gusta es De ratones y hombres, que fue magníficamente llevado al cine por Gary Sinise en 1992). Por mi parte, tras mucho mirar, opto por dos títulos binominales: Alarmas y digresiones, una recopilación de artículos de Chesterton recientemente aparecida en Acantilado, y Versiones y subversiones, de Max Aub, una antología apócrifa de uno de los escritores más extraños (y mejores) de la literatura española del siglo XX. Con Chesterton me pasa algo curioso: su figura me interesa mucho y empiezo siempre sus libros con mucha ilusión, pero inevitablemente acaban por decepcionarme. Y no sé bien por qué: no sé si por la frecuente superficialidad de su prosa o por el rechazo que no puedo evitar que me suscite su pugnaz catolicismo. Estoy por trincar también la historia del suicidio que acaba de publicar el enciclopédico Ramón Andrés, asimismo en Acantilado (el espíritu de Vallcorba sigue planeando sobre los libros de la editorial, que los dioses lo bendigan), pero, si lo hago, el presupuesto se me desquicia. Ramón sabrá perdonármelo. Ya es casi la hora, así que me dirijo al Ateneo, en cuya sala Josep Maria de Sagarra se ha de celebrar la mesa redonda. Saludo a los organizadores —algunos, viejos amigos, como Albert Tugues; otros, acabados de conocer, como Matías Néspolo—, nos tomamos las fotos (y, ay, los selfies) de rigor y pasamos a la sala, es decir, al escenario. Allí habla primero Roser Amills, periodista, escritora y bloguera, que tarda diez segundos en recordarnos que nuestros padres follaban y otros tantos en decir "polla", "coño" y "mamada". Me tranquilizo: ya estamos en harina. Roser reivindica la poesía directa —la metáfora, según ella, oculta la realidad— y, en general, la franqueza en el tratamiento del sexo en literatura. Valérie, francesa, novelista y sexóloga, célebre por su polémico Diario de una ninfómana, publicado en 2003, hace una exposición mesurada, lo que no deja de tener mérito, dado el asunto de que se trata, y disiente de la franqueza exigida por Roser a la literatura: para Valérie, poesía es igual a metáfora. Cuando me toca el turno a mí, varias personas se han marchado ya de la sala: quizá están escandalizadas o quizá iban a una conferencia de cocina y se han dado cuenta de que se habían equivocado de sala. Yo empiezo mi intervención recordando una anécdota de mis sextinas soeces: en una feria del libro, un presunto lector se las tiró a la cara a su editor, mi amigo José Noriega, al grito de "¡Este tío está enfermo! ¡Que vaya al psiquiatra!". Aquello me enorgulleció mucho: que la poesía conserve esta capacidad para alterar los ánimos, para escandalizar, hoy, cuando nada, ni siquiera el gobierno del PP, escandaliza a nadie, es para mí un motivo de satisfacción. Hablo luego de la necesidad, sí, de purificar lo convencionalmente tenido por sucio mediante su exposición abierta, sin reconocer el bagaje opresivo que arrastran las palabras, pero también recuerdo que eso, en poesía, no puede hacerse sin algún nivel de transformación lingüística, y que la metáfora es, a veces, más aún, casi siempre, la forma más directa de vivificar el sentido de las cosas y, por lo tanto, de hacerlas más tangibles y verdaderas. Por otra parte, planteo la duda de si es posible, en rigor, una poesía sexual o pornográfica, dado que la condición de lo pornográfico no la determina la explicitud, sino la exclusividad (algo no es guarro porque contenga sexo, sino porque solo contiene sexo), y la poesía sexual, como toda poesía, se hace con palabras, y las palabras nunca son neutras ni inocentes: siempre acarrean otras cosas —juicios, connotaciones o ecos—, y esas otras cosas necesariamente diluyen la exclusividad del acto descrito o la escena narrada. El debate prosigue algo trompicadamente y se extiende pronto al público —alguien reclama la pervivencia del tabú, porque sin tabú perdemos el placer de violarlo; yo respondo que los tabús son cristalizaciones de valores, y que siempre hay que decidir si todavía compartimos los valores que los sustentan o ya han dejado de estar justificados: el ataque no es, pues, a la existencia de normas, muy necesarias para la convivencia, sino a la vigencia de cada una de ellas—, aunque, como suele suceder en este tipo de actos, cuando están realmente empezando, ya se acaban. Nos hemos pasado de la hora y hay que cortar. Salgo de la sala para saludar a algunos amigos que han asistido a la charla, como mis queridos Aurelio Major, que lo ha observado todo con una sonrisa traviesa detrás de sus quevedos diminutos, y Blanca Ruiz, que ha participado en el coloquio con su entusiasmo habitual. También intercambio algunas palabras con Santiago Martínez, a quien hacía mucho que no veía, y con una vieja amiga de la Facultad, Silvia Rins Salazar. Con Valérie paso también un rato comentando la jugada. Es una mujer inteligente y hermosa que, a mi observación sobre el carácter frío de los ingleses, responde con regocijada añoranza: "Pues a mí me encantaban: tanta depravación debajo de esa superficie inescrutable...". Tiene razón, pero yo aún no he alcanzado a superar la superficie inescrutable, y tampoco sé si quiero hacerlo. Nos vamos luego a cenar todos —menos Valérie, que está algo pachucha de la garganta— al Racó de'n Cesc [El rincón de Paco], un estupendo (y muy caro) restaurante de cocina catalana muy cercano a mi antiguo piso en la calle Muntaner, donde vivimos diez años. En el Racó de'n Cesc he cenado en varias ocasiones: en otras participaciones mías en las jornadas poéticas de la ACEC y cuando invité a comer a los miembros del tribunal de mi tesis doctoral. Es esta una de las tradiciones más despiadadas de la vida académica en España, pero, si uno ha accedido a afrontar el rito de paso de la tesis, la coherencia exige que lo haga con todas sus consecuencias, y los siglos han decantado la obligación de retribuir a los maestros doctores que lo han acogido a uno en su seno con un ágape a la altura de las circunstancias. Al entrar en el Racó de'n Cesc, pasamos todos junto a una mesa presidida por el conseller de Economía de la Generalidad, Andreu Mas-Colell, Mascu para los guionistas del Polònia, en la que se está hablando en inglés. No es extraño: un minesoto como él ha de dominar la lengua de Shakespeare. Desde luego, no da signos de preocupación por la situación política y económica en Cataluña, ni por el apercibimiento del Tribunal Constitucional de que puede ser suspendido de sus funciones si no acata sus resoluciones: examina la carta con una amplia sonrisa y probablemente salivando, aunque esto no puedo comprobarlo. El vino ya está en la mesa: no es Rioja, sino Priorato. A nuestra cena se han sumado Miquel de Palol y Pura Salceda, presidente y secretaria de la ACEC, y dos vocales de la organización, Albert Tugues y María Cinta Montagut, Antonio Beneyto —que anda también pocho, después de algunos alifafes de salud, pero que no ha perdido su perilla mefistofélica, ahora dilatada en barba— y los dos jóvenes poetas que han leído tras nuestra mesa redonda, Maria Sevilla y Unai Velasco. (A Maria la acompaña quien parece ser su novio, con el que disfruta de una chispeante intimidad, pero que no dice nada en toda la cena). Algunos detalles subrayan las diferencias generacionales, muy visibles en el encuentro: tanto Maria como Unai llevan versos tatuados en los brazos; Maria, de hecho, lleva un poema entero, suyo: todos esperamos que no quiera corregirlo nunca. Yo recuerdo a una poeta mexicana amiga mía que se ha tatuado en la rabadilla un hermoso verso de sor Juana Inés de la Cruz: "Óyeme con los ojos". Resulta encantador, pero más discreto y, por lo tanto, más sugerente. Unai y Maria, también, en los apartes silenciosos que se producen después de algunos feroces intercambios sobre el concepto de autoridad —que la mayoría reivindicamos, pero al que Maria, efervescentemente, se opone—, consultan el móvil. Los demás solo consultamos las caras y las palabras de los contertulios. Ah, qué antiguo me siento. Roser, a la que acompaña en la cena su hijo Joan, cuenta muchas cosas y cita, en un momento dado, a una deplorable poeta catalana, amiga suya, que, según deja entrever, le ha hablado pestes de mí. Es lógico: no la incluí en una antología de poetas catalanes que he publicado en el Fondo de Cultura Económica y ella no se abstuvo de escribirme para decirme, con la finura que la caracteriza, lo que pensaba de aquella omisión. Como observa Roser, su amiga siempre dice lo que piensa, y eso se conoce que es una virtud. Pero yo tengo esa sinceridad primitiva por un indicio de trogloditismo y una prueba de mala educación. La buena educación, es decir, la capacidad para convivir razonablemente con los demás, incluso con aquellos de los que discrepas, o incluso que detestas, consiste, precisamente, en no decir lo que piensas. Hay que saber reprimir el yo, que suele ser insoportable: si ya lo es para nosotros, mucho más para los demás. Y no me resisto a contar la anécdota de la muerte del pintor Jackson Pollock, muy adecuada —como también lo es el apellido del interfecto— para una velada como esta, sobre sexo y poesía, que refiere Miquel de Palol: Pollock falleció en un accidente de coche; conducía borracho y mientras una de las pasajeras —había dos en el vehículo— se la estaba chupando: no es extraño que se descontrolara. Lo peor fue que, cuando le hicieron la autopsia a la felatriz, le descubrieron la polla de Pollock en la boca: con la violencia del impacto, se la había arrancado de un mordisco. No se sabe si Pollock llegó a enterarse de la amputación. Roguemos al Señor por que no.